sábado, 16 de diciembre de 2017

Juan Perales León, anarquista (II)





      Cuando el Movimiento, yo era de la quinta del 35, estaba sirviendo y volví cumplido. Serví en Málaga, en el Regimiento Victoria. Vine sobre el 18 o el 20 de junio de 1936. Cuando llegué a Cádiz, recuerdo que visité a un compañero nuestro que estaba preso en El Puerto de Santa María. Era dependiente en una ferretería y había cogido dinero, pero para la organización, para la CNT. Fui al Puerto con la madre en el vapor. Era la primera vez que yo me subía. Estuvimos viéndolo. Ya en Alcalá, me fui a las corchas. Estuve unos cuantos días, en el «Monte Abajo». Me despidieron. Luego, me fui a segar al «Cortijo Puelles». Aún estábamos en la República. 

      Vivía en la calle Cádiz, y escuché desde mi casa los comentarios de las gentes sobre una manifestación. Salí por la calle Villabajo. Mi madre me gritaba para que no fuera. Fui creyendo que los que venían eran los míos. Cuando llegué a la altura de donde estaba Correos, veo que por la Plazuela viene una manifestación, pero era de gentes de derechas. Gritaban, llevaban y escopetas y fusiles. Era una manifestación fascista. Precisamente en tu casa, en el pozo, estaban guardadas estas armas, fusiles, balas y pistolas. Uno de los que encabezaba la manifestación era un médico, Herrezuelo, que conmigo echaba mucho. No sabía que ese hombre fuera de derechas. Al ver que la manifestación no era la que yo esperaba, me fui por el callejón de Palomino. Temía que si me cogían, me detendrían. Se mandaron enlaces a distintos sitios, poniendo en guardia a los que estaban en la corchas de que se había producido un levantamientos fascista y que ya Alcalá estaba tomada por ellos. 

      Días después, se produjo el bombardeo. Se decía que había sido un error de la aviación fascista. Creyeron que Alcalá era Ubrique o Jimena y lo bombardearon. El miedo hizo que mucha gente se marchase al campo. Mi madre, Kiko y yo nos fuimos al olivar que estaba en la «Zúa». Tu padre ya se había marchado. Muchos se marcharon, pero yo no me marché. No sé cómo interpretarlo. Una de las tácticas de esta gente era llevarse todo lo que dejaban los que se marchaban. Luego, como no habían hecho nada, volvían para acá y los mataban. Mataron a mucha gente. También se dio el caso de que mataban a la madre o al padre, como represalia porque el hijo había huido. Fue lo que le pasó a Guillermo. Se fue el padre y el hermano y cogieron a la madre y la mataron como represalia. A otro que le decían «Cabero», Manuel Delgado. También se marchó. Mataron a su padre. Tenía miedo de que mataran a mi madre y no me fui. Me aguanté aquí a ver lo que pasaba. Estuve escondido en el campo y uno de los días que vino mi madre al pueblo encontró debajo de la puerta una citación para que yo me presentara en el ejército como soldado. No sabía si marcharme a la sierra o irme al ejército. Finalmente, vine al pueblo con idea de marcharme, pero tenía una pretendienta y quise despedirme de ella. Vivía en la calle Real. Me fui al bar de los Montes de Oca. Estaban los veladores puestos en la acera y me senté, con unos primos hermanos míos que estaban allí, con idea de ver a la chavala y despedirme de ella. Estando allí sentado, por el patio de las campanas, entraron un guardia civil y el cabo Linares, que fue muy famoso. Me tocaron en el hombro y escucho: «Perales, el cabo quiere hablar contigo». Cuando lo vi me puse de pie y me descompuse. Tendría 21 o 22 años. Me cogió de la oreja y me dio unos tironcitos, preguntándome que dónde había estado. Le expliqué que había estado con mi madre, en la Loma, en lo de Pedro Puerto, que como tiraron las bombas nos fuimos allí. Insistía en que había estado en Ubrique. Y los tirones de la oreja cada vez eran más fuertes. Irónicamente me iba diciendo que yo era comunista o anarquista. Con el vergajo me dio unos pocos de golpes, allí mismo, en medio de la calle. La gente que estaba en el bar se metió para adentro, asustada también. Luego, me dijo que me marchara. Pregunté que si para la cárcel o para mi casa. Para tu casa, dijo. Pensé que me aplicaría la ley de fugas. Aproveché que venía una mujer vestida de negro, me dirigí hacia ella, pensando que a lo mejor no me disparaban. No sabía si andar más ligero, más despacio. No quería correr. Tenía un miedo terrible. Era la vida lo que me jugaba. Al llegar a lo de Palomino, cogí otra vez el callejón hacia la calle Las Brozas. Ya todo esto corriendo subiendo la calle Cádiz y en vez de meterme en mi casa, me metí en la casa de mi tía Ana Perales. Me dejé caer en la cama y perdí el conocimiento. Cuando me reanimé, les dije a mis primos que mirasen si había vigilancia en las salidas del pueblo. Decidí marcharme, pero no pude. Esa gente hacía guardia en todas las partes del pueblo. Tuve que quedarme. 



       A la mañana siguiente, como yo tenía la citación para que me presentara en el ejército en Cádiz, me levanté temprano para coger el Correo, el autobús. Llegué allí una media hora antes de que saliera. Entré en el bar de Vicente. Pedí una copa de anís. Había uno allí que era Pizarro de apellido, que era zapatero y me quiso colocar un escudo de falange. No lo dejé. Estando allí se presentó otra vez el cabo Linares, saludándome con un «qué hay, buen español». Le expliqué que esperaba la salida del correo para incorporarme en Cádiz. Con mucho miedo contesté a las dos o tres preguntas que me hizo y se fue. La copa de anís no me la pude tomar. No se me olvida. Tenía un miedo impresionante. Llegué a Cádiz y me incorporé a la Compañía de Transeúntes. Así la llamaban y estuve allí bastante tiempo. Ya el golpe de Estado había funcionado por esta zona. 

      Una tarde movilizaron a todo el batallón y empezaron a montarnos en los camiones. Sería sobre agosto del 36. Íbamos a tomar Alcalá del Valle. Allí fue cuando yo pensé, por primera vez, pasarme al otro lado. Estando allí, antes de llegar a Alcalá del Valle, llegó la aviación republicana y nos bombardeó. Las gentes se tiraron de los camiones y cada uno cogió para donde pudo. Junto con otro de Alcalá que me acompañaba, Juan Díaz «Pichorto», nos dirigimos para la zona republicana, pero cuando íbamos llegando, vimos gente de la Falange ya retrocediendo y también retrocedimos. No habían cogido prisionero ninguno. Solo una mujer, que estaba en un camión con el teniente. Toda la gente se había marchado para la sierra, en dirección a Ronda y, según dijeron luego, allí no había quedado nadie nada más que un tonto en el pueblo. Familias enteras se habían marchado. De Cádiz, nos trasladaron a Algeciras. Allí estuvimos unos cuantos días. Luego nos llevaron a La Línea. Allí habían estado los moros y había muchísimos piojos. Dentro del cuartel encontré muchos libros anarquistas de las requisas que habían hecho en las casas. Cogí uno, no me acuerdo del título que era. Cuando hacía guardia en las arenas aquellas, aprovechaba y leía. Había incluso ropas de los moros que habían sido fusilados por haber violados a mujeres, allí en La Línea. De allí nos trasladaron a un cuartel de carabineros en la Atunara, por detrás al cementerio. Y más tarde a Guadiaro. Aquello era un frente muy tranquilo. El enemigo, que para mí era el amigo, estaba a una distancia muy grande. 

       Habíamos previsto el pasarnos en cuanto tuviéramos la ocasión. Y así lo hicimos. Me puse como el que recogía higos brevales, hasta que llegué a la avanzadilla. Cuando llegué, me escondieron en unas colchonetas. Allí tendría que estar escondido hasta el momento de pasarnos. Al ponerse el sol, los que estaban allí bajaban a la vaguada que era donde se hacía la comida. Unos se quedaban en las trincheras y otros bajaban por la comida. Los que estaban de acuerdo para pasarse se quedaron de guardia. Los que no estaban de acuerdo, como no teníamos confianza con ellos, se les envió por la comida. Cuando calculamos que ya estaban lejos, salimos todos en fila india, sin correr, hacia una pendiente abajo, con las armas encima. Cuando regresaron con la comida, se encontraron con las trincheras vacías e imaginamos que darían la voz de alarma de que nos habíamos fugado. Éramos un grupo de 17. Uno de nosotros tenía que ir a las filas enemigas a decir que nos pasábamos de bando. Salieron algunos voluntarios. Finalmente, fue uno que le decían «El Torero», que era de Linares, de Jaén. Se quitó los calzoncillos blancos y los agarró en el fusil, como bandera blanca, hasta que llegó allí y avisó. Esa ha sido la alegría más grande que yo pude tener en aquellos momentos. El destino volvía a elegir el 11 de noviembre como fecha importante. Un día como ese moriría también mi madre. El recibimiento fue muy emotivo. Los compañeros nos abrazaban y nos daban las felicidades. Nos sentíamos unos héroes. Me sentí un héroe. De allí nos llevaron a Estepona. Recuerdo un tiroteo muy intenso que se produjo y cómo uno de los que venían en el grupo, un gallego que estaba en Jerez de dependiente de ultramarinos, me gritaba: «Perales, Perales de allí nos escapamos pero de aquí no nos vamos a escapar». Gumersindo Maures Vázquez, así creo que se llamaba. Llegaron unos turismos con las luces apagadas para recogernos. Nos llevaron hasta Estepona. Allí estuvimos hablando, dimos un medio discurso desde el balcón del ayuntamiento. Nos ofrecieron unos vasitos de vino negro de Málaga. Nos seguíamos sintiendo héroes porque así nos trataban. De allí nos fuimos para Málaga en un camión. En todos los pueblecitos por donde pasábamos nos recibía una banda de música. Fui muy emocionante. En Málaga nos destinaron a un cuartel. Aquella mañana, cuando salí a la calle, me encontré a tu padre y nos hicimos una foto. Estará en algún archivo de algún periódico. En Málaga estuve dos o tres días casi de vacaciones. Visitaba a los amigos, a las gentes de Alcalá que estaban allí refugiados y demás. Seguíamos siendo héroes o al menos así me sentía yo. Luego ya me destinaron de sargento instructor para la formación de un batallón de las Juventudes Libertarias. Se llamaba El Batallón Juvenil. 

       Con la pérdida de Málaga, se produjo la huida. Había que marcharse. Salí casi de los últimos, con mi paisano Miguel Fernández Tizón, «Cartucho». Salimos casi al anochecer y tuvimos que refugiarnos ante las balas de los francotiradores, apostados en la salida de Málaga. Iniciamos el camino de «El Palo», para Almería. Aquello era una caravana humana, como las que vemos en televisión. Estuvimos toda la noche andando. No se podía andar al paso que uno quería. Era mucho el personal que circulaba por la carretera. Ya de día, apareció un barco de guerra, que empezó a bombardear a toda  la caravana humana que iba por la carretera, niños, mujeres, ancianos. Muchas familias abandonaron la carretera y se metieron por la sierra. No había coches, ya habían desaparecido. El que caía enfermo, allí se quedaba porque no había ni Cruz Roja, ni nadie para recogerlos. Había muchos heridos. Cuando llegamos cerca de Adra recogimos a una chiquilla que tendría 5 o 6 añillos que estaba allí abandonada. Unas veces la llevaba en brazos Miguel y otras veces yo. En Adra, Miguel se metió en el pueblo a buscar algo de comer. Todo lo que encontró fue una caja de peladillas. Cerca de Motril le entregamos la niña a una mujer que llevaba tres o cuatro chiquillos y que decía que iba para Valencia. Aquella mujer se hizo cargo de la niña. 



       Cuando llegamos a Almería, casi todas las fuerzas se fueron concentrando en el campamento Viator. Allí nos ofrecieron arroz, ya frío, en unos barreños grandes. Metíamos allí las manos como los chiquillos esos hambrientos que se ven en algunos países de África. Poco a poco se empezó a organizar y nos enrolamos en el batallón «Juan Arcas», organizado por la CNT. Juan Arcas era un anarquista de Sevilla que luego murió en Cerro Muriano. Estos Arcas eran unos pocos hermanos, una gente muy decidida. El comandante del batallón era un hermano de este Arcas que se llamaba Miguel y el comisario era también otro hermano que se llamaba Julián. Para nosotros los Arcas eran dioses, teníamos mucha confianza en ellos. 

      Estuvimos un tiempo, no sabría precisar cuánto. De allí, a Jaén capital, donde también estuvimos unos cuantos días. En Santiago de Calatrava otros días. Aquello era un frente pacífico. Las trincheras estaban a mucha distancia unas de otras, apenas se sentían los tiros. Había una compañía de internacionales que se llevaban muy bien con nosotros. Entre ellos anarquistas, socialistas, comunistas. Habían venido de todas partes del mundo y cada uno tenía una ideología diferente. Estaban considerados como unos verdaderos luchadores. Defendieron España más que nosotros mismos. Eran voluntarios de todas las razas, de diferentes naciones y de ideologías diferentes. Eran de izquierdas y venían a luchar contra el fascismo. Luchaban con más fe que nosotros mismos. 

      Más tarde nuevo traslado. En este caso a Alcaudete. Allí es donde conocí a Manuela. Casi todos los chavales teníamos novia. Allí nos casamos. El frente estaba a unos cuantos kilómetros. 

      En el mes de Marzo del 38, me trasladaron a Levante. El ejército fascista avanzaba peligrosamente. Salimos en un tren y llegamos a Castellón. Allí desembarcamos y en camiones fuimos a parar al frente de Alcañiz, de la provincia de Teruel. De allí fuimos retrocediendo unas veces hacia un lado, otras veces hacia otro; taponando por aquí, por allí. Entre Cuevas de Vinaroz y San Mateo de la Fuente, en unas montañas, con lluvia abundante, nos atacaron fuerte y perdimos las posiciones. Retrocedimos: El comandante, de unos 30 años, pistola en mano, nos animaba. Yo era aún muy joven. Tendría unos 22 años y mucho miedo. Yo iba de sargento. Eran moros los que atacaban. Y aguantamos. Miguelillo Cartucho se había quedado con un fusil ametrallador que nosotros habíamos cogido aquí en Andalucía en uno de los avances. En uno de los retrocesos, en la vaguada, en la huida, el enemigo se había dejado abandonadas bombas y fusiles. Cogí, en una decisión espontánea, sin decirle a nadie nada, camino a la vaguada. Llevaba una bolsa y la llené de bombas de mano. Me la puse al hombro y unos pocos de fusiles, tantos como pude cargar. Cuando caminaba para arriba con la carga, me pegaron el tiro, hiriéndome en la cara y en el dedo. Caí de rodillas, porque me dieron mareos. Pasaron unos segundos y me reanimé. Seguí para arriba sin poder hablar porque tenía toda la boca partida, solo emitía ruidos con la garganta. La sangre me corría, me llenaba todo. Me ayudaron refuerzos de otro batallón. Los fusiles se me cayeron, pero la bolsa aún la tenía con las bombas de mano. Me hicieron una cura de urgencia y me trasladaron para la retaguardia, en un mulo, en unas alforjas. Me llevaron al puesto de mando que había en la carretera; me hicieron otra cura. Me trasladaron a un pueblecito de Castellón, Benicasim, a un hotel junto a la playa donde iban los heridos: Allí nuevamente me curaron. 



       Recuerdo que escribí una carta a mi mujer y la carta estaba manchada de sangre. No podía hablar nada. Todo era por escrito. Tenía toda la herida abierta, no existía ni labio, ni nada. Luego a un pueblecito de Valencia, Gandía, a un hospital, «La Pasionaria». Íbamos unos cuantos heridos en el camión con un sargento francés de unos 45 o 50 años. Recuerdo que cuando llegamos a la estación yo tenía ganas de tomar algo, porque comer no podía. Con un trozo de papel utilizado como embudo, me daban de beber. El hospital era una casa que acogía a los heridos, atendida por enfermeras. A mí me tocó una enfermera «extraña», pues llegaba y me traía una taza grande de leche, me la ponía en la mesilla de noche y como no podía beber, allí se quedaba: Sin poder hablar, no me hacía caso. Así varias veces hasta que se marchó. Vino otra que la reemplazaba y al acercarse a mí, le eché el tazón de leche encima, queriendo, para llamar la atención. Llamaron al médico y como pude le expliqué lo que pasaba. Empezaron a alimentarme mejor. De allí a Valencia, a la Facultad de Medicina, donde me operó el doctor Bernardino Landete. Antes de operarme me hizo una fotografía con la boca abierta, con todo partido, que todavía conservo. Salí bien de la operación. Me recuperé mucho, tanto que por unas ventanas que daban al exterior, me escapaba y me iba a Valencia a pasearme. Allí me daban huevos, naranjas, pan. Uno de los días que fui por allí me encontré con uno de Alcalá, Fernando Monroy, «Siete Labios» le decían. A su mujer también la conocía. Se dedicaba a vender frutas con un carrillo por las calles. Como éramos conocidos, se puso muy contento, me llevó a su casa y empecé a conocer muchas más gentes que había de Alcalá allí refugiada. Cuando volvía a la facultad traía esas cosillas, el pan, las naranjas que aunque no podía comer, las guardaba debajo de la cama y se las daba a los demás que había allí. Aún conservo una carta que escribí y por mediación de la Cruz Roja creo que fue, me respondió mi madre con una foto de ella y de Kiko. 


      De Valencia me trasladaron a un pueblecito de Cuenca, a una casa grande habilitada también como un hospital de sangre, Villanueva de la Jara. Allí me hicieron otra operación. En Cuenca me dieron permiso por reemplazo y por herido Había caído herido el 22 de Abril del 38. 



    

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