sábado, 26 de octubre de 2019

Alcalaínos en la Guerra civil (I)




Ismael Almagro Montes de Oca 

       Seguramente habrá muy pocas familias alcalaínas en las que no se hayan oído contar historias de algún familiar que participó en la guerra civil. La mayoría de estas historias no están escritas en ningún papel y siguen vivas gracias a la tradición oral. 

      En su día, dimos a conocer una crónica publicada por ABC en 1937 en la que un soldado paisano nuestro relataba la situación en que había quedado Alcalá, donde prácticamente no quedaban varóes menores de 45 años, por encontrarse la mayoría en el frente o haber sido fusilados. (http://historiadealcaladelosgazules.blogspot.com/2013/01/la-guerra-civil-en-alcala-breve-cronica.htmlhttp://historiadealcaladelosgazules.blogspot.com/2013/01/la-guerra-civil-en-alcala-breve-cronica.html

       Pero, ¿qué hay de cierto en todo esto? ¿fueron tantos alcalaínos, como se dice, a la guerra o se trataba simplemente de un ejercicio de manipulación periodística? 

      Tras el golpe de estado militar, nada más ser nombrado Franco como jefe de la España sublevada, creó la Junta Técnica del Estado, una especie de gobierno, organismo que el 14 de octubre de 1937 crea el Servicio de Reincorporación de los Combatientes, con el objetivo de facilitar la vuelta de los soldados a sus antiguos puestos de trabajo. 

       Este organismo desarrollará su cometido hasta que, tras finalizar la guerra, por un decreto de 25 de agosto de 1939, pasa a denominarse Servicio Nacional de Colocación de Excombatientes y Excautivos. El nuevo ente pondrá en marcha por una Orden de 27 de noviembre[1] la elaboración de un censo de combatientes que lucharon a las órdenes del caudillo, tarea que deben acometer los alcaldes en un plazo de dos meses a partir del 15 de diciembre de dicho año. 

      Por suerte, en el Archivo Municipal se conserva una copia del censo que elaboró el Alcalde Isidro Castro, que lo dio por concluido el 25 de marzo de 1940[2] y que entregó al día siguiente, como mandaba la Orden de 27 de noviembre, al Jefe local de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS) al no existir en nuestro municipio Delegación local de excombatientes. 

      El censo recoge la participación en la guerra civil de 550 alcalaínos o residentes en Alcalá, lo que supone casi un 6 % de la población, que en 1930 sobrepasaba los 9500 habitantes, aunque el porcentaje aumenta si solo tenemos en cuenta la población masculina, que sobrepasaba ligeramente los 5000 habitantes, ascendiendo hasta un 11 %, pero es que además, esta cifra aumentaría si descontamos  niños y varones que no tenían edad para participar en el conflicto bélico, por lo que creemos que perfectamente podríamos estar hablando de cifras superiores al 20 %, o lo que es lo mismo, al menos 20 de cada cien alcalaínos participaron en la guerra. A esta cifra habría que sumarle los que tomaron parte por el bando republicano, de los que no tenemos datos, pues en el censo solo se apuntaron los que combatieron del lado franquista. 

      Ahora bien, tan solo 84 de los 550 inscritos, presentaron documentación acreditando su participación (15,25%), por lo que es posible que entre los 466 restantes que no pudieron certificar su concurso, seguramente figuren algunos que, tirando de picaresca, se apuntara tratando de obtener algún beneficio. 

      Este es el censo íntegro, que hemos ordenado por orden alfabético, en lugar del orden de inscripción que figura en el documento original: 













NOTAS

[1] Aparece publicada en las páginas 6696 a 6698 del Boletín Oficial del Estado de 29 de noviembre de 1939. 

[2] Archivo Municipal de Alcalá de los Gazules. Legajo 977. Documentación Mutilados y Huérfanos de la Guerra civil. El censo es entregado al Secretario Vicente Marchante, por ausencia del jefe local.

sábado, 19 de octubre de 2019

Memorias de un alcalaíno prisionero en la Guerra del Rif (III)



"Entre los jarkeños de Monte Arruit 

Veinte mil pesetas fantásticas y la codicia mora
      Tres días llevaba en Arruit. Tres días mortales por los sufrimientos y preocupaciones de orden moral que me proporcionaban el desamparo y tristísima situación de los españoles sitiados por una horda de ferocísimos rifeños y la amarga certidumbre de que los días, lejos de aclarar el porvenir, nos deparaban desventuras y penalidades sin cuento. 

      Un aviso del kaid Ben-Chelal y del sargento Yamani me hizo saber, con el consiguiente sobresalto, que algunos jefes de las kábilas de Ulat-Setut, Quebdana y Beni-Buyahi, informados por mi ordenanza, Mohamed Bali, de que yo llevaba en mi poder 20.000 pesetas, querían entrar y registrarme. 

      Era esta información una pura falsedad; pero el suspicaz y desconfiado espíritu de los moros les hizo entrar en la habitación donde yo me albergaba con mis compañeros españoles, y con grandes alardes de muy dudosa sinceridad se lamentaron de nuestra situación, no decidiéndose a registrarme, detenidos, sin duda, por un resto de respeto, hijo, seguramente, de los muchos favores, que a todos ellos dispensara la Colonizadora, a la que hacía dos años que no pagaban. 

      En el espíritu de estos kabileños miserables y avariciosos reñían cruda batalla el deseo de apoderarse de aquel dinero, cuya cuantía era para ellos fabulosa, y la consideración aún viva de su ánimo que les mereciéramos la Colonizadora y yo. Por esto, aquella misma tarde repitieron su visita, y, aunque la codicia era grande, salieron de la casa sin registrarme. 

       Al día siguiente volvieron a visitarme, ya más resueltos y envalentonados, y entonces, Yaddú-Ben-Aisa, que hoy día se pasea descaradamente por Melilla, le pidió al sargento Yamani que le fuésemos entregados el teniente Dalias y yo. 

       Yamani, en cuyo poder estábamos porque Ben-Chelal se había negado a llevarnos a su casa, en vista de los rumores que corrían de que yo era portador de la mencionada cantidad de veinte mil pesetas; Yamani, digo, se opuso resueltamente a semejante entrega, ayudándole en su generosa negativa el kaid Ben-Chelal, sabedores ambos del propósito de Yaddú-Ben-Aisa, que no era otro sino el de ponernos en manos de sus kabileños para que nos cortasen el pescuezo. 

      Entre unos y otros moros hubo grandes disputas y porfías, y aquel incidente pudo terminar, afortunadamente de un modo favorable para nosotros, que ya nos veíamos víctimas de espantosas torturas. 

Los cinco medios billetes de Banco de un soldado 

       A las pocas horas de tan amarga circunstancia se presentó un moro con cinco medios billetes de 50 pesetas. En la cara odiosa de aquel salvaje se veía la muestra de la duda y la preocupación; pero, al enterarse de que yo estaba allí, quiso salir de su incertidumbre, preguntándome: «¿Esto que estar romper, valer 50 cada uno?» 

      Con un poco de sorna, y eso que el ánimo no estaba para burlas, le contesté que si encontraba las otras cinco mitades, sí valían las 50 pesetas, y con cierta habilidad procuré averiguar la procedencia de aquellos medios billetes de Banco. 

       Rabioso y desilusionado, el moro exclamó: «Esto estar de un soldado granuja, que yo matar, y yo pensar que él comer los otros cinco, para que moro no poder guardar.» 

      ¿No te figuras, lector, a aquel pobre soldadito que, en la rabia del vencimiento, quiso evitar, a mordiscos, que su menguado capitalito cayese en poder del enemigo? 

El bárbaro despojo de los cadáveres 

      El último día de nuestra permanencia en la jarka de Arruit se dedicaron los moros a despojar a los 250 mártires que tan vilmente fueron asesinados a mi vista. Y durante todo el día fue un interminable desfilar de rifeños, que, con salvaje gozo, nos enseñaban relojes, cadenas, cartas de la madre, de la novia, retratos de los seres queridos e infinidad de objetos que, aunque nosotros les decíamos que no tenían valor alguno, ellos, desconfiados y recelosos, se guardaban con afán, temiendo que nosotros les engañásemos para arrebatarles su preciado botín, del que esperaban sacar cuantiosas sumas. Con el infantilismo propio de los pueblos primitivos, aquellos kabileños se adornaban con los relojes-pulseras de los oficiales y con sus cadenas de identidad, se ataviaban con las prendas de uniforme de los que cayeron en la lucha, y el paso de tales energúmenos semejaba en ocasiones una trágica mascarada. 

Un emisario de Abdel-Krim. Salvajes y rebeldes 

      En aquel día, por tantos motivos memorable, se presentó un morabito, enviado por Abd-el-Krim, con una carta del caudillo beniurriaguel, ordenando a la jarka que se respetase la vida de los prisioneros. 


      Esta justísima y elemental advertencia del jefe de la rebelión hizo que en poco más de cuatro horas se celebrasen varias «jontas», con tal griterío y confusión que el emisario de Abd-el-Krim creyó que lo volvían loco, y aun tuvo que marcharse, en vista de que ni su carácter religioso ni el respeto de su representación eran suficientes a convencer semejante asamblea de lobos sedientos de sangre y fusiles. 

       Lo único que logró el santón fue que los cuatro prisioneros, porque prisioneros nos podíamos considerar quienes saliéramos de Zeluán como parlamentarios, marchásemos en su compañía y nos alejásemos de aquellos bárbaros, incapaces de todo freno y respeto. 

En casa del Yamani. Peligro conjurado 

     Así lo Hicimos, pernoctando en casa del Yamani, donde supimos, con el natural espanto y preocupación, que existía el propósito de conducirnos al Mauro. 

      A fuerza de muchos ruegos, después de derrochar tesoros de elocuencia y de poner en nuestras palabras toda la fuerza persuasiva de que éramos capaces, conseguimos quedarnos unos días en casa del Yamani, cosa convenientísima para nuestros planes, que no eran otros sino trabajar el rescate que nos permitiera regresar a Melilla. 

      Después de cenar, y cuando gozosamente comentábamos nuestro triunfo y aun hacíamos toda clase de proyectos para recuperar la ansiada libertad, esa santa libertad cuyo valor no se sabe apreciar sino cuando se ha perdido, nos llamaron de parte del Yamani, siendo conducidos a una lujosa habitación, donde el referido moro tributaba al representante de Abd-el-Krim toda suerte de rendidas cortesías y le obsequiaba con verdadera esplendidez, deseoso de congraciarse la voluntad del poderoso descendiente de los Jatabi. 

En los negocios de Estado, la buena forma es el todo 

      Valiéndose del intérprete Rueda, me dijo el religioso emisario de Abd-el-Krim: «Me he enterado, por el Yamani, de que tienes mucha cantidad de ganado, y, además, el de la Compañía.» 

      Ni un solo instante vacilé en contestar afirmativamente, pues de sobra sabía que el Yamani conocía perfectamente con todo detalle el ganado que, tanto la Compañía Colonizadora como yo, poseíamos en Marruecos. 

      Con la mayor satisfacción escuchó el emisario del jefe de los beniurriaguel mi respuesta, y con idéntica corrección exclamó el delegado rifeño: «¿Tú no tendrás inconveniente en cederle a la jarka todo ese ganado?» 

      Sin asombro, porque ya a todo estaba acostumbrado con los moros, le contesté, con la sonrisa en los labios, mientras «in mente» le dedicaba las más terribles maldiciones, que, muy por el contrario, tenía en ello muchísimo gusto. 

      Y allí mismo, inmediatamente, con las mismas formalidad y calma que si estuviésemos redactando una escritura ante un notario de mi tierra, se procedió a hacer el documento de cesión de aquellos bienes, consignando con el mayor detalle los sitios donde se guardaba el ganado y el número de cabezas que lo componían. 

      Guardóse el moro mi documento y, al día siguiente, por la mañana, regresó el emisario en dirección al Mauro para informar a su amo y señor del resultado de la embajada. 

       Nosotros quedamos en casa del Yamani pensando en todo momento cómo conseguir el rescate. 

      Los cuidados y afanes de los días sucesivos me hicieron olvidar mi famosa escritura; pero después he visto que no debieron hacer uso de ella, y todo me hace pensar que el motivo bien pudiera ser que una bala española le quitase la vida al morabito o que la codicia de los rifeños le arrebatasen, con la existencia, un papel del que no supieron o pudieron hacer uso. 

      De todas maneras, el extraño delegado de Abd-el-Krim demostró con su conducta que hasta entre los moros puede ser un axioma aquello de que «en los negocios de Estado, la buena forma es el todo». [4]



CAMINO DE LA ESCLAVITUD 

Los destrozos de la guerra 

     Instalados en casa del Yamani y gozando de una tranquilidad más aparente que real, aguardábamos con mal contenida impaciencia que llegase el oportuno momento de gestionar el rescate y conseguir, con la ansiada libertad, el retorno a nuestros hogares unos, otros la incorporación a sus puestos, para continuar el cumplimiento de unos deberes de que nos apartara la fatalidad. 

      Durante el día, las muchas emociones nos mantenían en una constante distracción del espíritu; pero las noches, tan faltas de sueño como ricas en zozobras, eran para nosotros tristemente interminables. Alerta la imaginación en aquellas largas vigilias, me parecía ver, como en una dolorosa y obsesionante pesadilla, las hermosas huertas de la Compañía Española de Colonización, creadas bajo mi dirección y a costa de cuantiosos sacrificios de tiempo y de dinero, completamente arrasadas por el ganado que, en una libertad desordenada, destruía con sus cascos todo cuanto centenares de hombres sembraran, pacientes y confiados en el porvenir; vi las plantaciones de eucaliptus y de pinos, con árboles que alcanzaban alturas de siete y más metros, taladas por los moros, que con salvaje alegría se ensañaban con todo lo creado merced al esfuerzo de los españoles; los olivos, que tanto dinero le costaran a la Compañía y que ya representaban una risueña esperanza, yacían por tierra, hechos astillas, quemados, con las raíces al aire; la trilladora, modelo de sabia mecánica agrícola, era un conjunto de hierros retorcidos y maderas carbonizadas; humo y ceniza eran los almiares, y ruinas quemadas las casas edificadas por la Compañía para formar un hermoso poblado. 

      Con tristeza pensaba yo en tanta labor como había hecho estéril el salvajismo de la guerra, en la bárbara psicología de un pueblo que, aparentemente impulsado por una idea de independencia, destruía las más ricas y productivas fuentes de riqueza y de bienestar, y por grandes que en mí fueran los optimismos de mi espíritu de luchador y mis aficiones colonizadoras, la realidad se imponía con sus crueles desengaños y trágicas lecciones. 

La codicia del Yamani. Gestionando el rescate 

       La vida en casa del Yamani se deslizaba tranquila y el trato que nos daban era excelente; pero el Yamani, aunque disimulaba, no tenía el convencimiento de que yo no le engañara respecto a las famosas veinte mil pesetas que, según mi desleal ordenanza, llevaba encima. Y así, en todas las conversaciones sacaba con insistente terquedad el tema de que los moros desconfiaban de él por creer que, al fin, le daría tan importante suma. 

      Tanto y tanto me chocó lo de las pesetas, que un buen día vacié en una alfombra todo lo que llevaba en mis bolsillos, y allí puse a su vista una porción de papelotes, cartas, documentos, una libreta con apuntes y seis u ocho duros en plata. 

      A la vista de mi cartera, al Yamani se le desorbitaron los ojos y de sus pupilas parecían salir chispas, porque la idea obsesionante de que allí estaban los cuatro mil duros le quitaba el sueño y la tranquilidad. 

      Bien pronto se pudo convencer, con el consiguiente desencanto, que allí no había ni sombra de esa importante suma, y el moro, desilusionado, pero ya tranquilo, me devolvió los duros, y yo, mejor dicho, los cuatro, prisioneros, recuperamos la calma. 

      Sin perder tiempo, comenzamos a tratar del rescate con el Yamani, y éste nos dijo que no quería dinero, que nos llevaría a Melilla, sin interés alguno, y así nos estuvo engañando varios días. Confiados en sus promesas y en su aparente adhesión permanecimos varios días, convencidos de que se aproximaba el día de nuestra liberación; pero a medida que pasaba el tiempo, nuestras esperanzas se iban desvaneciendo y el porvenir se hacía para nosotros más difícil y sombrío. 

Capitulación de Monte Arruit. La matanza y el saqueo 

     Cayó, por fin, Monte Arruit, y los moros nos contaron los horrores de la capitulación, las espantosas matanzas de los españoles, a quienes sometían a los más crueles martirios y hacían objeto de las mutilaciones y profanaciones que les sugerían su refinado instinto de venganza, el monstruoso deleite de ver sufrir a los vencidos. 


      Supimos también que, tras de asesinar a nuestros hermanos, comenzó entre ellos una lucha a tiros y golpes de gumía por el botín. 

      Ante nosotros cruzaron a caballo, haciendo fantasías, o, a pie, lanzando roncos gritos de júbilo, a los jarqueños, ebrios de sangre, con las armas de los vencidos, luciendo sus harapos, arrastrando el fruto de sus rapiñas. Una alhaja, una moneda, la prenda de uniforme más humilde, un arrugado papel, provocaban discusiones, que frecuentemente acababan a tiros, y en muchos casos, un certero golpe de gumía, un balazo traicioneramente disparado, daban en tierra con un rifeño, a quien inmediatamente arrebataban lo que horas antes arrancara, de un cadáver español. 


      No hay pluma capaz de describir el paso de la jarka vencedora; no hay paleta con colores bastante sombríos que pueda pintar los horrores de las escenas por nosotros presenciadas, y aún no me doy cuenta exacta de cómo pudimos escapar de la muerte en momentos como aquéllos, en que cual manada de lobos ferocísimos, los sanguinarios rifeños cruzaban por donde nosotros estábamos, presas del terror, esperando con triste resignación el martirio. 


El espanto de la noche. La eterna esperanza 

      Al llegar la noche, apretados unos contra otros, sin atrevernos ni a hablar, pudimos ver allá, en lo alto, el volar siniestro de los cuervos, los terribles pajarracos de la muerte, que se lanzaban rectos como flechas a los millares de cadáveres de españoles que allí yacían en retorcimientos increíbles, con los puños crispados, igual que víctimas inmoladas al dios bárbaro de la guerra. Ya bien entrada la noche, los aullidos de las hienas y de los chacales nos hacían estremecer pensando en el espantoso festín que con los pobres muertos y heridos de Monte Arruit se estaban dando aquellas fieras, con cuyos feroces instintos competían los rifeños de Abd-el-Krim. 



      Al nacer el siguiente día nos dio nuevos detalles de lo ocurrido el Yamani, y por él supimos quiénes eran los supervivientes. 

      El deseo de felicitarles me hizo escribirles, rogándoles, al propio tiempo, que cuando escribieran a Melilla no se olvidaran de nosotros. 

      Y otra vez renació en nuestro espíritu la esperanza, esa dulce y alentadora esperanza que nos da ánimos en los momentos difíciles y nos hace llevaderos los trances más pesados y amargos. 

      La vida sé deslizó tranquila y mansamente hasta la pascua del borrego, en que fuimos obsequiadísimos, recibiendo constantes visitas de los moros de los alrededores, que nos decían invariablemente: 

—Mañana marchar a Melilla; prisioneros moros venir de Melilla hasta el Atalayón, y general, oficiales y soldados marchar a Nadar y allí hacer el canje. 

      ¿Puede alguien, que no haya perdido la libertad, imaginarse lo que esto es, lo que esto significa para unos hombres que, como nosotros, habíamos visto tan de cerca la muerte, con todos sus crueles refinamientos? 

      Por esto, porque la vida es la ilusión constante de un mañana venturoso, creíamos que tales afirmaciones eran ciertas, y como, al fin y al cabo, estábamos en el principio de una campaña, pensábamos posible el rescate. 

      Pero la reflexión nos dijo que esto no era verosímil, dada la anarquía que dominaba en el campo rebelde, donde no existía una cabeza que dirigiera a tales bandidos e hiciese factible un canje de prisioneros. 



La primera carta a la familia. El teniente Dalias enfermo 

      El día 15 de Agosto nos sorprendió el Yamani con la noticia de que podíamos escribir a la familia diciendo que estábamos bien; pero que escribiéramos en un papel muy pequeño. 

      Con el mayor gusto aceptamos el ofrecimiento del Yamani, y en un trozo de papel de reducidas dimensiones nos comunicamos, o procuramos al menos comunicarnos, con los seres queridos. Y el papelito, donde en unas cuantas líneas pusimos tantos anhelos y entusiasmos, fue enviado por el Yamani a casa de Ben Chelal, donde estaban el general Navarro y los demás oficiales que escaparon con vida de la horrorosa tragedia de Monte Arruit. 

      Al siguiente día, 16, el pobre teniente Dalias cayó presa de unas fiebres espantosas. Aquello sobrecogió nuestro ánimo, que ya estaba bastante deprimido, y para nosotros era una pena insufrible ver al querido compañero delirando, consumido por altísima temperatura y sin tener medio alguno de combatir la enfermedad. Compadecido el Yamani, pidió alguna medicina a casa del general, e inmediatamente nos enviaron un poco de aspirina, de la que se apropiaron los moros antes de que llegase a nuestras manos y pudiésemos administrársela al enfermo. 

Una orden del Yamani. Engañosa esperanza 

      En el estado de ánimo consiguiente a tantísimas emociones y contrariedades, llegamos a la noche del día 18, en que recibimos una orden de Yamani, que no admitía objeción y que había que cumplir ciegamente. 

      El Yamani nos enviaba su mandato desde Nador, donde, según las noticias recibidas, había un fuego enorme. Se nos decía que el motivo de nuestro viaje no era otro que el de efectuar el canje, cosa que ninguno de nosotros creyó, aunque la entrada en nuestra habitación de los parientes y de la madre del Yamani, y sus protestas de que eran ciertas las afirmaciones del sargento en cuya casa nos hospedáramos, acabó por hacemos dudar, pensando en la posibilidad del hecho. 

      En las primeras horas de la mañana del 19, y obedientes al mandato del Yamani, salimos de Monte Arruit camino de Nador. 

     Nos dieron para hacer el viaje dos mulos. Iban en uno los tenientes Dalias y Civantos, el otro lo montábamos Rueda y yo. 

     Aun cuando ya la suerte nos había preparado a toda eventualidad, y ya el peligro nos era familiar, temíamos, no lo que nos pudiera ocurrir en el camino, donde ya pronto vimos que nadie se metía con nosotros, sino lo que nos esperaba en Nador, lugar de concentración de una numerosa jarka. 

Posiciones en agosto de 1921

La llegada a Nador. Entre la jarka rebelde 

      A las siete de la mañana, los cuatro españoles y los moros que nos guardaban llegamos a Nador, y al pasar por la estación del ferrocarril vimos todo el material brutalmente destrozado, así como las casas quemadas y en ruinas. 

      Presentaba aquella población, que a dieciséis kilómetros escasos de Melilla está situada, un aspecto desolador; era la guerra con todo su cortejo de barbarie y de crueldad; era un retroceso brutal; era la negación de todo progreso y cultura. No se veía más que cadáveres y ruinas y hombres que aullaban como fieras, ensangrentados y salvajes. No se oía más que los estampidos de las detonaciones, la feroz algarabía de una jarka enfurecida. 

     Al vernos se armó un griterío ensordecedor; miles de rebeldes que gesticulaban con rabia, que nos amenazaban con los puños y las armas en alto y que nos increpaban con los más injuriosos insultos y las más espantosas maldiciones. 

      La misma gravedad de las circunstancias creo que nos sirvió para que no desmayara el ánimo, bien convencidos de que igualmente empeoraba la situación el temor como la arrogancia. No había otro recurso que dejarse llevar, confiando en el azar, pidiendo a nuestra estrella que no se le ocurriera a algunos de aquellos forajidos asestarnos un golpe o disparamos un tiro, que sería el inevitable prólogo de un «lynchamiento». 

El prólogo del cautiverio 

      Yo miraba a mi alrededor y no veía una sola cara amiga; todos los rostros nos eran hostiles, en todos los ojos se leía el odio; pero, al fin, apareció un moro, que, compasivo, me dio un pañuelo con higos, y nuestro calvario continuó entre alaridos y tiros al aire, hasta llegar a la cárcel donde nos recibió el kaid Sidi Yeba, hermano del célebre Mizzian, y en un calabozo entramos los tenientes Dalias y Civantos, el intérprete Rueda y yo. 

FERNANDO JIMENEZ PAJARERO"[5]


NOTAS

[4] Edición del 15 de febrero de 1923 del periódico  La Libertad. Año V nº 1001 pag 1.

[5] Ib. Edición del 16 de febrero.  Año V nº 1002 pag 2 .

Las fotografías no se corresponden con el artículo publicado en dicho periódico. Proceden de:

- Revista Mundo Gráfico.
-ABC
- http://altorres.synology.me/guerras/1921_annual/02_10_arruit.htm

sábado, 12 de octubre de 2019

La jornada laboral en el Alcalá de 1924





Ismael Almagro Montes de Oca 

      En 1903 se creaba el Instituto de Reformas Sociales, órgano que nacía con el objetivo de legislar en las relaciones laborales entre patronos y obreros, mejorar las condiciones de estos últimos e intervenir como mediador en caso de conflictos. Dependiendo de este Instituto, en cada población se creó una Junta Local de Reformas Sociales, tal como sucedió en nuestra localidad, aunque esta Junta local apenas tuvo actividad a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XX en que se mantuvo activa, a tenor de lo exiguas que son las actas de dicho organismo y de que prácticamente su actividad se reducía a la renovación de los miembros que formaban dicha Junta. 

     Sin embargo, existe una excepción bastante interesante en 1924, ya que en el uno de marzo se reunió la Junta Local, que estaba integrada por el párroco, Antonio Troitiño y Rey, los señores Manuel Armenta Guillen, Joaquín Arias Granara, Miguel López Jara, José Correro Toro, José Vallejo Almagro, Juan Salcedo Marín y José Cuesta Visglerio, actuando de secretario Antonio Galán Fernández, para determinar la jornada laboral que debían observar los distintos establecimientos. 

      Con este fin, a dicha reunión fueron citados representantes de todos los gremios para conocer de primera mano sus intereses: 

“El Sr. Presidente declara queda abierta la sesión y ante la Junta van desfilando los distintos gremios o agrupaciones de industriales, patronos y obreros o dependientes que han tenido a bien concurrir formulando sus peticiones verbalmente en cuanto hace referencia a los tres puntos objeto de la sesión o sea régimen de tabernas y expendedurías de bebidas alcohólicas, descanso dominical y jornada mercantil o del Trabajo: después de oídas las peticiones de todos ellos siendo las trece horas se acordó suspender el acto y reanudarlo a las 15 horas…”[1]

       Efectivamente, la sesión se reanudó a esa hora, acordándose una jornada laboral en la que destaca el cierre de las tabernas a medio día, la prohibición de vender bebidas alcohólicas para las tiendas en las horas en que están cerradas las tabernas, los horarios de la jornada de los domingos, días en los cuales no se podía impedir a los trabajadores acudir a oír misa y la libertad de horarios durante las ferias: 

Tabernas y expendedurías de Bebidas Alcohólicas 

Las Tabernas se abrirán en invierno de 6 a 12 y de 16 a 22 y en resto del año de 5 a 11 y de 17 a 23. 

Los cafés, restaurant, casas de comidas, cervecerías, confiterías y demás establecimientos no sujetos a horas de apertura y cierre, que expendan al mismo tiempo bebidas alcohólicas, no podrán despachar estas en las horas de cierre de las tabernas y constantemente tendrán expuesto al público un cartel indicador de las horas de tal prohibición. 

Descanso Dominical 

Los domingos permanecerán cerrados todos los establecimientos con las excepciones siguientes: 

A. Las barberías que cerrarán a las 12 

B. Los establecimientos de ventas al por menor de artículos de comer y arder y despachos de harinas que igualmente cerrarán a las 12. 

D. También cesará a las 12 el reparto de cervezas y de cualquiera otro artículo de comercio a establecimientos y domicilios particulares. 

E. No cerrarán los Domingos las fondas, cafés, restaurants, casas de comidas, confiterías, estancos, cervecerías, billares, farmacias, electricidad, veterinaria, despacho de pan, leche, refresco y pescados. 

En cuanto a los establecimientos de comestibles se designará un turno de apertura para todo el Domingo por Distrito. 

Estas excepciones no impiden que el personal sujeto a ellas disponga libremente del tiempo para el cumplimiento de sus deberes religiosos. 


Jornada mercantil o del Trabajo 

No se trabajará mas de ocho horas sin haber pacto entre patronos y dependientes u obreros y en caso de existir ese pacto que se remunere con arreglo a ley las horas extraordinarias. Los establecimientos o industrias que exijan presencia continua de dependientes u obreros, establecerán los turnos correspondientes a fin de que se cumpla lo dispuesto en la Ley. 

Atendiendo a las peticiones formuladas por los diferentes gremios o industrias de la localidad, teniendo en cuenta las disposiciones de la legislación compatibles con dichas peticiones, la Junta acordó las siguientes horas de apertura y cierre: 

Sombrererías: De las 8 a las 22 en invierno y de 7 a las 23 en el resto del año. 

Tejidos, mercerías y Paqueterías: De las 9 a las 20 en invierno y de las 9 a las 21 en el resto del año. 

Herrerías: De las 8 a las 18 en invierno y de las 7 a las 19 en el resto del año. 

Veterinarios: de las 7 a las 17 en invierno y de las 6 a las 18 en el resto del año. 

Harineros: De las 8 a las 20 en invierno y de las 7 a las 21 en el resto del año. 

Comestibles, Abacería y Ultramarinos: De las 7 a las 23 en invierno y de las 6 a las 24 en el resto del año. 

Barberías: De las 8 a las 12 durante todo el año y de las 15 a las 21,30 en el invierno y de las 16 a las 22 en el resto del año. 

Zapaterías y Explosivos: De las 8 a las 22 en todo el tiempo.” 

Todos los establecimientos se cerrarán durante las dos horas de comida que serán de las 13 a las 15; exceptuándose de este cierre las Herrerías, Tejidos y Veterinarios; En los días de carnaval y en los de ferias de mayo y septiembre no estarán sujetos los establecimientos a estas horas de apertura y cierre.” 

       Sin embargo, estos horarios no gustaron en el gremio de cafés y tabernas, presentando el día 22 del mismo mes[2] un escrito solicitando unos horarios más flexibles ya que entendían que “les perjudica la prohibición de expender bebidas alcohólicas en los días festivos y con limitación de hora en los laborables alegando como fundamento que en Cádiz y otras poblaciones de la provincia no existe tal prohibición y suplican se acuerde se les autorice que tanto en los días festivos como en los laborables y en las horas de apertura se pueda expender sin limitación alguna bebidas alcohólicas.”[3]

      La Junta acordó acceder a las pretensiones de los taberneros, si la Junta Provincial así lo ratificaba. 

     Pero aún surgirían nuevos problemas para la aplicación de estos horarios, ya que se recibieron sendos escritos del Inspector Regional del Trabajo y del Presidente de la Junta Provincial de Reformas Sociales, advirtiendo que debía respetarse el artículo 1º de la Ley de 4 de Julio de 1918, por el que se establecía un descanso continuo de 12 horas “en los días del lunes al sábado de cada semana”[4] lo que obligó a modificar la jornada laboral, quedando establecida de la siguiente manera: 

Jornada Mercantil 

…las horas de apertura sea en invierno a las 8 y en el resto del año a las 7 y las de cierre a las 20 y a las 19 respectivamente. Los recadistas y repartidores comenzarán una hora más tarde de la apertura y terminarán una hora mas tarde de la del cierre. Nada se acuerda referente a la limpieza puesto que en los establecimientos mercantiles de ésta no existe personal especializado para ella. 

Las excepciones del articulo 3º de la Ley citada de 4 de julio de 1918 una vez que los ramos de comercio respectivos o comerciantes particulares acuerde la distribución de la jornada con la dependencia y remitan copia de lo acordado se proveerá. 

Se acuerda el cierra para comida de 1 a 3. 

Jornada de ocho horas 

Se acuerda que la jornada del trabajo sea de 8 horas o 48 horas semanales sin perjuicio de los pactos especiales entre patronos y obreros que para su cumplimiento se someterá a la sanción de la Inspección del Trabajo___ 

Descanso dominical 

Se acuerda igualmente el exacto cumplimiento de la Ley de 3 de Marzo de 1904 sobre descanso dominical y con las excepciones que la misma determina hasta las doce del domingo.” 

      Fianlmente, la Junta acordó que se hicieran las gestiones necesarias para obtener un Real Decreto declarando Mercados Tradicionales las fiestas de Mayo y Septiembre. 


NOTAS

[1] Archivo Municipal de Alcalá de los Gazules. Libro de actas de la Junta local de Reformas Sociales (1910-1929) - Libro 75 

[2] Este escrito se vio en la sesión del día 25 de marzo, pero al entender la Junta Local de Reformas Sociales que sus pretensiones no quedaban claras, se acordó que el vocal D. José Vallejo se reuniera con los representantes del gremio para aclarar posturas. 

[3] Ib. Sesión del 27 de marzo de 1924. 

[4] Ib. Sesión del 2 de junio.

sábado, 5 de octubre de 2019

Francisca Pizarro Torres (1910-1989) (y II)




       En la cárcel de la Línea, enseguida mi abuela se dio cuenta que no estaban allí ni su suegra ni su cuñado Juan y cuando preguntó por ellos, le dijeron que habían sido trasladados a la plaza de toros. Le explicaron que allí iban todos los que serían fusilados. 

      Me imagino con el terror que mi abuela Francisca recogería esta noticia y su desesperación, se agravaría aún más, cuando unos días después sería a ella misma con su hijita todavía enferma las que serían trasladadas hasta allí. Las llevaron a la plaza de toros. Cuando llegó hasta allí vio como todos los prisioneros estaban sentados y hacinados en el suelo. Enseguida vio a su suegra y cuñado que se abrazaron llorando sin comprender aún por qué la habían detenido a ella también. 

      Mi abuela recordaba con verdadero pánico como constantemente iban llamándolos por el nombre y apellidos, algunas veces era para interrogarlos y otras para fusilarlos. A mi abuela la volvieron a interrogar allí sobre el paradero de su marido y ella volvió a decirles lo mismo. Cuando mi abuela les preguntó qué sería de su hija cuando la mataran a ella. Le dijeron que no se preocupara, que había un militar dispuesto a adoptarla. 

      Recuerdo desde muy pequeña, que al finalizar la emisión de programas en uno de los dos canales que teníamos de televisión, sobre las doce de la noche, salía una foto de Franco y sonaba el himno nacional. A mi abuela le daba pánico escucharlo y siempre nos pedía que apagáramos la tele. Más tarde cuando ella me contó por primera vez su vida y todo lo que pasó, comprendí el por qué: cuando fusilaban a una o varias personas en la plaza de toros, sonaba a su vez el himno nacional. Así ocurrió el día que llamaron a Juan Vera Jiménez (cuñado de mi abuela, hermano de su marido). Le dijeron a su madre que se despidiera de su hijo, porque lo iban a fusilar. Juana Jiménez corrió hacia donde estaba su hijo. También ella fue fusilada. Siempre contó mi abuela que los dos, madre e hijo, murieron abrazados. Mi abuela oyó los tiros. 

      Cuando retiraban los cuerpos se dieron cuenta que Juana, acusada de comunista y roja, ese había sido su delito,llevaba en el bolsillo un manojo de medallas de santos prendidas a un alfiler.



      Perdidas casi todas las esperanzas ya, le llegó el indulto que su hermano José, gracias a sus amistades, había conseguido. Sin muchas explicaciones la dejaron en libertad.

      El camino desde La Línea de la Concepción hasta Algeciras lo hizo andando con su hija Antonia en brazos, desde allí coció un autobús que las llevaría hasta Alcalá. 

       A su vuelta, se entera que su hermano Francisco, "Faico" está en el cuartelillo detenido. No la dejaron verlo. El carcelero se apiadó de mi abuela con todo lo que estaba pasando y le dijo que por la mañana volviera que la dejaría entrar. Una mañana le dijeron que ya no estaba. Esa misma respuesta tendrían que escuchar también muchos otros familiares de fusilados. Se lo habían llevado la noche anterior a Casas Viejas.

Detención de Francisco Pizarro Torres el 13 de septiembre de 1936


     Hubo testigos de su fusilamiento. Sobre todo, el de una señora que vivía cerca de allí y vio como le tirotearon en las piernas y lo dejaron mal herido. Dice esta señora que cuando pidió agua le dijeron que fuera hasta el río. Así lo hizo, arrastrándose, consiguió llegar hasta el río donde murió desangrado. 

      De mi abuelo Manuel Jiménez poco más se supo, estuvo todo este tiempo escondido en la serranía de Málaga imagino. Durante algún tiempo anduvo por allí, alguna vez bajó a Alcalá de madrugada con el consiguiente riesgo que esto conllevaba. 

      Un amigo suyo, que durante la guerra fue prisionero por el bando popular le contó a mi abuela que había visto a su marido vestido de uniforme de capitán. 

      Desconocemos cómo murió mi abuelo. Se conocen dos versiones distintas: que murió cuando intentaba pasar a Francia y que murió de una herida en Valencia y que está enterrado en algún lugar de la provincia de Valencia. 

      Una mañana aparece en la puerta de un vecino de Alcalá una pintada en la que se leía el nombre del dueño de la casa, seguido de la palabra “asesino”. Culpan a mi tía María y la llevan para el cuartelillo. A veces la suerte también está de parte de las víctimas. María Pizarro no sabía escribir. No pudo ser ella. María tomó la decisión de irse a trabajar a Algeciras, mis tíos y mi madre me contaban que se volvían locos de contentos cuando volvía mi tía los fines de semana. Iban a esperarla a donde paraba el autobús y venía cargada de regalos para todos, sobre todo para los más pequeños, era muy buena con ellos y siempre la adoraron. 

      Poco a poco las cosas fueron mejorando. Mi abuela se dedicaba a hacer dulces que cada vez con más frecuencia le encargaban Puso una confitería en la calle Real, al frente de esta siempre estuvo mi madre despachando. 

      Mi abuela murió, no sin antes tener aún que pasar por la gran pena de ver morir a sus hermanos José y María, a su sobrina Margarita y a su propia hija Antonia, cuyo dolor ya confundía con el de su hermana María. Su hija Antonia, mi madre, aquella niña pequeña y enfermita que acompañó a mi abuela durante su estancia en la cárcel de La Línea. 

     Me asombra pensar en esa excepcional mujer que fue mi abuela. De dónde sacaba fuerzas al levantarse cada mañana para intentar buscar un resquicio en su asfixiada vida para no hundirse, y con ella toda su familia. La admiro aún más, al recordar como enmascaraba todo ese calvario que había pasado con esa gracia tan especial y a veces con su mal genio, pero siempre estupenda y cariñosa. 

      Mi abuela FRANCISCA PIZARRO TORRES murió en Alcalá de los Gazules, el lugar donde ella siempre dijo que quería morir. Murió con setenta y nueve años. 

     Nunca quiso, que ni en broma cuando jugábamos con ella, levantásemos el brazo a modo de saludo franquista. Le daba terror y enseguida levantaba su puño izquierdo en alto y a veces cantaba alguna de sus coplillas de protesta. 

San Fernando, abril de 2006.