Cuando terminó la Guerra, mantenía contactos con los compañeros que estaban en Jaén. Teníamos pensamiento de marcharnos para Alicante, para fuera, para el extranjero. Cuando fui a marcharme, el control de la carretera que iba para Martos estaba ocupado por los militares nacionales. Me quedé, volví para la casa y me escondí. A mí me querían mucho en el pueblo. Estuve unos cuantos días, allí escondido. Tenía mucho miedo. Algunas veces llegaban incluso a la casa los mismos soldados nacionales para que les hicieran comida. A los cinco o seis días pensé que había que darle una solución. No me podía ir a la sierra, porque no podía masticar, ni comer; no tenía más remedio que estar escondido y que me alimentara la familia. Tenía un puente de plata amarrado con el fin de que el maxilar quedara lo mejor que pudiera. Hubo un momento que pensé en entregarme y así lo comenté con un conocido, que aun siendo de derechas, me aconsejó que no me entregara a los civiles, que me entregara a los militares. Así lo hice. Probablemente, los civiles me hubieran matado. Fui con un cuñado mío. Casi sin poder hablar, apenas se me entendía nada, le di mi declaración diciendo que había sido prisionero en un combate en la zona enemiga. Era una casa particular y allí tenían una oficina. En el calabozo al que me bajaron, se veían claramente las manchas de sangre en el suelo y en las paredes.
Declaré que me hirieron en combate y quedé desaparecido en la zona republicana. Les dije que estaba en el bando nacional, que hubo un combate entre unos y otros y en ese combate yo quedé prisionero en la zona roja. Estuve un par de días, hasta que me llevaron a la cárcel. Ya comía estupendamente. Me llevaron a unas mazmorras. Era una cárcel que estaba bajo tierra, sin luz, con una ventana. Había un pasillo que daba a un calabozo con unas puertas anchas de madera antigua y unos poyetes de yeso, húmedos. Estaba lleno de prisioneros. No podíamos quitarnos los piojos porque no veíamos. Una oscuridad tremenda y durmiendo unos pegados a otros. De aseos nada. Sólo un wáter. Nos afeitábamos con una cuchilla de afeitar sin maquinilla. Había gente que eran del pueblo y a estos les traían ropa limpia. Había otros que no eran de allí y no podían hacer nada. Mi mujer iba a visitarme pero desde la ventana de frente, desde donde nos veíamos. Estando allí, a cada instante, nos hacían un juicio, en plan de broma macabra, pero con muy mala leche. Era parte de la tortura. De allí me trasladaron a otra casa, la Casa de la Marquesa. Allí se estaba mejor, había menos gente. Me preparé un cuarto, me puse luz y todo. Dejaban entrar a Manuela y estaba dos o tres horas. En una ocasión, me sacaron de la cárcel, medio en cueros. Era en verano, con unas alpargatas, no me dejaron que me vistiera ni nada. Sin yo saber para lo que era, me llevaron al juzgado. Allí estaba mi mujer esperando que yo llegara para apuntar al niño, que había nacido para que se le pusieran los apellidos míos y los de ella a pesar de que no estábamos casados. Eso se hizo por un compromiso de mi suegro, que tenía un primo falangista. Fue como una especie de favor. Mi suegro era muy querido y respetado. Luego, estando ya en Alcalá, a los 18 o 20 años después ya, después de haber terminado mis correrías por las cárceles, vino la citación para que el niño fuera al servicio, a la mili. En vez de traer los apellidos míos traía sólo los apellidos de la madre. El favor que habían hecho a mi suegro fue un engaño. El niño murió estando yo preso en Alcaudete. También para enterrarlo hubo problemas con los apellidos y demás, aunque nunca me lo quisieron explicar.
Y el 18 de Julio me pusieron en libertad unos cuantos días y luego me detuvieron otra vez. Después me llevaron a Jaén. No había estado nunca en una cárcel de esas. Llegué en verano, seguramente en mayo. Hacía calor, mucho calor. Una vez tomados los datos para la ficha, me mandaron al patio. Había muchas personas. Las galerías y los patios llenos. Muchas veces había que dormir en las escaleras. Los presos políticos éramos muchos y no teníamos contactos con los comunes. Las celdas estaban habilitadas para los condenados a muerte. Los demás por los pasillos, por los patios. Tenías que dormir donde pudieras. Recuerdo en uno de los patios donde había un empedrado, a uno de los que detuvieron, un empleado de la limpieza, de unos 45 años más o menos, que por lo visto no estaba muy bien de la cabeza. Le habían cogido una pistola. Una mañana se montó en lo alto de las piedras que había y a medida que llegaban los oficiales, empezaba a coger piedras, gritando que no quería a la gente con gafas, tirándole piedras a todo aquel que tenía gafas. La comida era muy mala y el café, peor. Se comentaba que le echaban carbón molido, para poner el agua negra. Daban desayuno, almuerzo y cena. Era a base de nabos, pero más parecido a un cardo borriquero. La remolacha, al igual que la patata, que llegaba en camión, las metían en el almacén y eso se estropeaban, se pudrían. Al guisado aquel le echaban nabos de estos, acelgas con caracoles y todo lo que tuvieran, unos cuantos garbanzos o habichuelas, lo que fuera, muy poquito y corvina que tenía el color al tocino añejo que se usa por aquí, amarillento, viejo. En fin que aquello no se podía comer. Tenías que echarle sal y vinagre, que disfrazara el sabor. Muchos enfermaban con la sal. Se hinchaban y morían. Recuerdo que había un preso, que le decíamos «el Tío de los Pitos», porque por las ferias vendía pitos. En el economato abrieron una lata de atún o bonito que estaba podrida y al abrirlo despidió un olor que echaba para atrás a cualquiera, como si fuera pesticida o algo peor, una cosa que no se podía aguantar. La llevaron al patio y quitaron el husillo y la tiraron allí. El hombre de los pitos metió la cabeza, metió las manos y empezó a comerse lo que habían tirado.
Había una gran solidaridad entre los presos. Cuando nos poníamos a comer, tenía que ser en el patio, delante de todo el mundo, no había comedores, ni habitaciones. Te tenías que poner allí donde estaban todos hambrientos. Alrededor de los que comían, estaban los que no tenía nada que comer y las sobras, las espinas de pescado o las migajas que caían, lo cogían, como los perros hambrientos.
Daba pena ver aquello, pero así era. Morían muchos de hambre. Por la feria de mayo, mi madre me mandó de Alcalá un paquete con cosas para comer. Mi familia sabía que yo estaba herido, pero yo no le había dicho en las condiciones que me encontraba. Dentro de las cosas que me mandaban de comer, pues venía un poco de turrón y unas avellanas. Cuando llegó el paquete, me llamaron al centro, estaba allí el subdirector de la cárcel. Y empezó a decirme con muy malas formas que me habían mandado un paquete con comida, cuestionando que yo no pudiera comer. Le tuve que explicar que para no preocupar más a la familia no le había dicho en qué condiciones me había quedado la boca. El trato de los funcionarios, los cabos de vara, dependía de cada uno. En Jaén, teníamos uno que servía de enlace entre los oficiales y los presos. Aquel hombre fue de los mejores. Era algo mayor que yo, de Los Barrios, de profesión ebanista. Se comportaba con nosotros muy bien, con todos los presos.
Allí estábamos todos afiliados, cada uno en sus organizaciones sociales: comunistas, anarquistas, republicanos. Estábamos organizados dentro de la propia cárcel. Teníamos nuestros propios comités. Y una gran solidaridad entre unos y otros. Sin embargo, el Partido Comunista estaba tan bien organizado, que aplicaban exactamente la misma táctica que tenían fuera de la cárcel. Estas gentes empezaban a hacerles la pelota a los oficiales. Se arrastraban como perros a ellos para hacer lo que querían con el fin de coger un puesto dentro de la organización interna. Por ejemplo de cocinero, enfermería y todos los puestos claves. Todos los puestos claves estaban en sus manos. En el reparto del rancho, se descubrió que recibían lo mejor en cada ración. Para que fueran identificados, llevaban el pantalón por debajo del calcetín. Así, los que eran del partido comunista llevaban el calcetín por encima del pantalón, el repartidor cuando le veían uno de ellos, ahondaba el cazo sacando lo poco que hubiera. Si no llevaba el calcetín por encima, metía el cazo, pero sin ahondar, con lo que la ración se reducía a calducho simplemente. Se denunció ante las autoridades de la prisión.
En la enfermería había un médico, muy buena persona, que era preso. A mí lo que me daban era leche y pan, porque no podía comer otra cosa. Yo no comía rancho. Esos dos litros de leche siempre eran mejor que lo que se comía allí. Yo no salía de la enfermería a la calle porque creíamos que nos iban a matar. Preferíamos morir allí dentro. Ni siquiera queríamos ir ni a hospitales ni nada. Yo podía ser operado, pero me quedé allí. El puente de plata que me sujetaba el maxilar se me rompió. Mi boca quedó sin posibilidad de arreglo. Yo estaba a ración de leche. De cuando en cuando venía el médico de la calle, el forense, a visitar a los enfermos. Siempre me la quitaban. Yo no podía comer, no podía masticar. Me llevaba unos cuantos días sin comer hasta que caía enfermo con fiebre. Y nuevamente don Federico, que así se llamaba, me ponía otra vez a leche. De noche, cuando me acostaba, a lo mejor un dulce me lo comía debajo de la manta, sin que me viesen. Cuando tenía dinerillo compraba y algunas veces compraba bellotas de encina que vendían allí. Como no podía masticar la hacía polvo y así me la comía. Allí moría gente todos los días. En la galería cuando por la mañana los oficiales empezaban a echar gente a los patios aparecían los muertos. Le daban una patada y no se levantaban. Cogían a dos gitanos, supersticiosos como son, para que trasladaran a los muertos. Iban con las mantas, los cogían y mirando para otro lado, lo trasladaban.
Don Federico del Castillo, ese era el nombre del médico. Tenía una calle en Jaén. Tenía un hermano que estaba en la clase con nosotros. Asistíamos a clases de matemáticas, dibujo, contabilidad, de todo. Los profesores eran presos también. Hombres con carreras, muy preparados. Yo asistía a todas las clases, porque de esa manera se me pasaba las horas y los días, y no me daba cuenta. Salía de la clase y compraba papel higiénico, un papel higiénico que era muy fuerte, con brillo, muy barato y con un lápiz hacía los ejercicios, y esas cosas. Las clases eran de una hora todos los días. Salía de una clase y me metía en la otra. Los pocos conocimientos que yo tengo se lo debo a la cárcel.
Recuerdo que estando en el frente, llegamos a un pueblecito que se llamaba Santiago de Calatrava; estaba abandonado y movidos por la curiosidad, como todos los chavales jóvenes, entramos en una escuela, donde había muchos libros por el suelo. Allí recogí un libro. Era una enciclopedia. Tocaba tantos temas para mí desconocidos, que me la llevé, con unos pocos de papeles y cosas de esas. Siempre las llevé encima, incluso cuando iba al frente llevaba un canasto de mimbre como los de los gitanos, como si fuera un macuto y allí llevaba mi enciclopedia. Los demás se reían de mí.
De la cárcel provincial nos trasladaron a un convento que le decían de Santa Clara, donde había monjas. No hacían de carceleras, cumplían su misión. Éramos rojos y nosotros teníamos muy poco de cariño, muy poquito, ninguno, de parte de ellas. Aunque no puedo decir que nos hicieran daño. Había mucha gente, pero con menos preparación. Volvimos a organizar aquello, aunque sin catedráticos. Los que sabíamos algo lo enseñábamos. Yo a los semianalfabetos. A los que estábamos de profesor le daban un cazo más de comida que a los demás presos. Había un preso común que quería entrar de profesor, buscando un cazo de comida más. Nos puso una denuncia a todo el que daba clase de francés, diciendo que dentro de las clases se estaba preparando una fuga. Era muy peligroso, por ese motivo, nos podían fusilar.
Era tanta la miseria, que en el patio de la cárcel, que era muy húmedo, había unos bidones llenos de agua con escarcha, casi helada. Nos formaban allí en grupitos, para despiojarnos. Recuerdo que allí, en la provincial, de noche cuando nos acostábamos empezaban las chinches a bajar por las paredes. Se cogían a montones. En el convento de Santa Clara, los que más miseria tenían eran los que tenían muy mala alimentación. Esa gente no era de allí, porque los que eran de allí más o menos la familia siempre le arrimaba algo. Había criaturas que no cogían nada. Se notaba en lo delgado que estaban.
A los más débiles no había forma de despiojarlos. A estas criaturitas, se las llevaban al patio ese de tanta humedad, donde estaban los barreños llenos de agua, de escarcha y con el cubo rompían el hielo y empezaban a echarles cubos de agua allí encuero. Estas gentes, débiles como estaban, caían enfermos y muchos morían. Teníamos miedo incluso que nos cogieran y nos apartaran para despiojarnos.
La denuncia de la fuga se hizo efectiva. Cogieron una lista y empezaron a nombrar a los que asistíamos a clase de francés. Éramos quince o veinte. Nos sacaron del patio aquel y nos llevaron dentro, a la oficina, y nos hicieron una ficha. Sin saber a qué venía, sí nos extrañaba que hubiera muchos guardias civiles. Nos temíamos que era un traslado. Dijeron que no nos harían falta los petates y nos trasladaron por las calles de Jaén. Nos sacaron del convento, nos llevaban amarrados, de día, y nos llevaron nuevamente a la Provincial. Pensamos que nos iban a fusilar. Nos metieron en la celda, allí ya castigados. No sabíamos nada. Un elemento más de tortura. Nadie nos explicaba nada. Entre nosotros iba un muchacho de Jaén y entre los guardias había un conocido de su familia. Probablemente tendrían algún conocido con influencias, porque empezó a moverse algo. Nos estuvieron sacando uno a uno y nos tomaron declaración. Ahí fue donde se descubrió el asunto de la acusación de que estábamos preparando una fuga. Finalmente, supimos que había sido el preso común el de la falsa denuncia, porque tenía mucha hambre. Así lo confesó.
Allí tenían la costumbre de llamar a los que estaban condenados a muerte. Los sacaban de las celdas para meterlos en capilla. Y después iba el cura a confesarlos. Jugaban con las personas y con la confusión de los nombres repetidos. Leían repetidas veces el nombre sin los apellidos, creando el miedo en todos los que así se llamaban. Cuando de noche, en que ya estaba todo tranquilo, abrían y cerraban la celda con golpes fuertes y secos, como si fuera un cañonazo, el resto de los presos, en los patios, nos manteníamos en silencio. Escuchábamos el ruido y sabíamos que habían sacado a algunos. Era la despedida: En silencio hasta que ya terminaba la operación. Una de estas noches, la leche de mi ración se había cortado y la de la cena no me la habían traído, estaba ya acostado en el patio, casi en el centro, cuando sentimos que las celdas se estaban abriendo y cerrando. Nuevamente sacaban condenados a muerte. Algunas veces se llevaban también gentes de las que estaban en los patios. Aquella noche pude comprobar el terror de sentirse la muerte de cerca. El guardián de la enfermería que casualmente era nuevo, empezó a llamar a JUAN PERALES LEON. Pensé que era mi hora. Empecé a vestirme, a despedirme de los compañeros, a sacarme lo que guardaba para repartirlo. No hacía más que mirar hacia el rincón, como buscando una escapada. Uno de los que estaba allí en la puerta, que era de donde me daban las voces diciendo mi nombre, le dijo que dijera que era para que fuera a recoger la leche. Estaba muerto y había resucitado. Mi reacción fue el cagarme en su puñetera madre, añadiéndole el hijo de la gran puta. No era para menos. Ni tomé leche ni tomé nada.
Pasan los meses y una noche soñé con una serpiente muy grande. Venía por la carretera, por el puerto de levante avanzando, muy grande y con muchos colores, muy brillantes, muy bonita. Tuve aquel sueño aquella noche. Me preocupé. Siempre había escuchado que si sueñas con culebras es algo malo. Estaba lloviendo aquel día cuando, sobre las once, llega un oficial llamándome. Sin más explicaciones, me envían al juzgado. Hasta ese momento no había hecho ninguna declaración, entre otros motivos, porque en el juzgado trabajaba un compañero de prisión, socialista creo, Manuel Reina, ferroviario, condenado a seis años por asociación ilegal, que procuraba que mi expediente siempre estuviera en el fondo, de los últimos, evitando que me juzgaran. Cuanto más tarde fuera juzgado, la situación sería menos complicada y por tanto, la pena más suave. Me indicó que en mi expediente aparecían personas de Alcalá que me querían ayudar. Después supe que eran Cristóbal Alberto y José Espinosa. No podía retener más el expediente. Se la estaba jugando.
Cuando llegué al juzgado, me encontré un hombre sentado en la mesa, grueso, con una cabeza gorda, muy gorda. Me quiso parecer uno que era muy amigo de un tío mío, de José Valle, hermano de mi abuela, que era teniente en Cádiz. Don Pedro Ruiz, me quiso parecer. Y antes de que me dijera nada le pregunté que si era don Pedro. «¡Cuando yo te hable, entonces me contestas!», fue su respuesta. Me dejó sin habla. Le expliqué que lo había confundido. Era él. Finalmente, ni me tomó declaración ni nada. Estuvimos hablando de Alcalá y de los conocidos. Estaba allí de Juez, en Martos. Conmigo se portó bien. Dos o tres días después me llamó y me dijo iba a Cádiz: Le mandé recuerdos a mi familia. Me parece que luego lo trasladaron a Cádiz, pero me recomendó a un teniente juez, Riero, que era de Huelva. Y este teniente, cuando ya pasaron unos días, me llamó, me tomó declaración. La hice lo mejor que pude. Siempre mantuve que había sido hecho prisionero. Y además, tenía a mi favor el haberme presentado de forma voluntaria. Me defendía, aunque fueran mentiras. Cuando te defiendes las mentiras están autorizadas. Pasados unos cuantos meses, me llamaron al centro, a las oficinas, y un capitán jurídico me proponía ponerme en libertad condicional, si firmaba. Le dije que yo no firmaba, que yo no había cometido delito ninguno, porque estaría admitiendo una condena de doce años y un día. Tras la negativa, me fui al patio. Cuando los compañeros se enteraron de que no había firmado y por tanto había renunciado a la libertad condicional, me dijeron que estaba loco. Me insistieron tanto que finalmente me convencieron. Firmé y salí en libertad condicional. Estábamos en diciembre de 1942. Había estado preso tres años, tres meses y diecinueve días. Ingresé nuevamente el 2 de julio de 1945, siendo juzgado el 4 de diciembre del mismo año por el Consejo de Guerra de Jaén, causa el nº 649/45 y sentenciado a la pena de un año, por el delito de subversión y propaganda ilegal y puesto en libertad y excarcelado el 23 de noviembre de 1947.
Viví en Alcaudete. Allí nació mi hijo Juan. También Margarita. Me dediqué a vender cuadros y ampliaciones de fotos. Los primeros días en libertad los pasé descansando y reponiéndome un poco. Estaba muy delgado y débil, a pesar de que me llevaban de comer. Todas las semanas Manuela iba a verme y me llevaba un cesto con comida, que solidariamente repartía entre mis compañeros, al igual que ellos hacían. No conocía nada más que las faenas del campo, de la forma que aquí se labra la tierra y no mucho más. Siempre trabajé como independiente, en invierno iba a echar boliches de carbón, en verano a segar o a las corchas. Nunca había trabajado en un cortijo.
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