sábado, 19 de octubre de 2019

Memorias de un alcalaíno prisionero en la Guerra del Rif (III)



"Entre los jarkeños de Monte Arruit 

Veinte mil pesetas fantásticas y la codicia mora
      Tres días llevaba en Arruit. Tres días mortales por los sufrimientos y preocupaciones de orden moral que me proporcionaban el desamparo y tristísima situación de los españoles sitiados por una horda de ferocísimos rifeños y la amarga certidumbre de que los días, lejos de aclarar el porvenir, nos deparaban desventuras y penalidades sin cuento. 

      Un aviso del kaid Ben-Chelal y del sargento Yamani me hizo saber, con el consiguiente sobresalto, que algunos jefes de las kábilas de Ulat-Setut, Quebdana y Beni-Buyahi, informados por mi ordenanza, Mohamed Bali, de que yo llevaba en mi poder 20.000 pesetas, querían entrar y registrarme. 

      Era esta información una pura falsedad; pero el suspicaz y desconfiado espíritu de los moros les hizo entrar en la habitación donde yo me albergaba con mis compañeros españoles, y con grandes alardes de muy dudosa sinceridad se lamentaron de nuestra situación, no decidiéndose a registrarme, detenidos, sin duda, por un resto de respeto, hijo, seguramente, de los muchos favores, que a todos ellos dispensara la Colonizadora, a la que hacía dos años que no pagaban. 

      En el espíritu de estos kabileños miserables y avariciosos reñían cruda batalla el deseo de apoderarse de aquel dinero, cuya cuantía era para ellos fabulosa, y la consideración aún viva de su ánimo que les mereciéramos la Colonizadora y yo. Por esto, aquella misma tarde repitieron su visita, y, aunque la codicia era grande, salieron de la casa sin registrarme. 

       Al día siguiente volvieron a visitarme, ya más resueltos y envalentonados, y entonces, Yaddú-Ben-Aisa, que hoy día se pasea descaradamente por Melilla, le pidió al sargento Yamani que le fuésemos entregados el teniente Dalias y yo. 

       Yamani, en cuyo poder estábamos porque Ben-Chelal se había negado a llevarnos a su casa, en vista de los rumores que corrían de que yo era portador de la mencionada cantidad de veinte mil pesetas; Yamani, digo, se opuso resueltamente a semejante entrega, ayudándole en su generosa negativa el kaid Ben-Chelal, sabedores ambos del propósito de Yaddú-Ben-Aisa, que no era otro sino el de ponernos en manos de sus kabileños para que nos cortasen el pescuezo. 

      Entre unos y otros moros hubo grandes disputas y porfías, y aquel incidente pudo terminar, afortunadamente de un modo favorable para nosotros, que ya nos veíamos víctimas de espantosas torturas. 

Los cinco medios billetes de Banco de un soldado 

       A las pocas horas de tan amarga circunstancia se presentó un moro con cinco medios billetes de 50 pesetas. En la cara odiosa de aquel salvaje se veía la muestra de la duda y la preocupación; pero, al enterarse de que yo estaba allí, quiso salir de su incertidumbre, preguntándome: «¿Esto que estar romper, valer 50 cada uno?» 

      Con un poco de sorna, y eso que el ánimo no estaba para burlas, le contesté que si encontraba las otras cinco mitades, sí valían las 50 pesetas, y con cierta habilidad procuré averiguar la procedencia de aquellos medios billetes de Banco. 

       Rabioso y desilusionado, el moro exclamó: «Esto estar de un soldado granuja, que yo matar, y yo pensar que él comer los otros cinco, para que moro no poder guardar.» 

      ¿No te figuras, lector, a aquel pobre soldadito que, en la rabia del vencimiento, quiso evitar, a mordiscos, que su menguado capitalito cayese en poder del enemigo? 

El bárbaro despojo de los cadáveres 

      El último día de nuestra permanencia en la jarka de Arruit se dedicaron los moros a despojar a los 250 mártires que tan vilmente fueron asesinados a mi vista. Y durante todo el día fue un interminable desfilar de rifeños, que, con salvaje gozo, nos enseñaban relojes, cadenas, cartas de la madre, de la novia, retratos de los seres queridos e infinidad de objetos que, aunque nosotros les decíamos que no tenían valor alguno, ellos, desconfiados y recelosos, se guardaban con afán, temiendo que nosotros les engañásemos para arrebatarles su preciado botín, del que esperaban sacar cuantiosas sumas. Con el infantilismo propio de los pueblos primitivos, aquellos kabileños se adornaban con los relojes-pulseras de los oficiales y con sus cadenas de identidad, se ataviaban con las prendas de uniforme de los que cayeron en la lucha, y el paso de tales energúmenos semejaba en ocasiones una trágica mascarada. 

Un emisario de Abdel-Krim. Salvajes y rebeldes 

      En aquel día, por tantos motivos memorable, se presentó un morabito, enviado por Abd-el-Krim, con una carta del caudillo beniurriaguel, ordenando a la jarka que se respetase la vida de los prisioneros. 


      Esta justísima y elemental advertencia del jefe de la rebelión hizo que en poco más de cuatro horas se celebrasen varias «jontas», con tal griterío y confusión que el emisario de Abd-el-Krim creyó que lo volvían loco, y aun tuvo que marcharse, en vista de que ni su carácter religioso ni el respeto de su representación eran suficientes a convencer semejante asamblea de lobos sedientos de sangre y fusiles. 

       Lo único que logró el santón fue que los cuatro prisioneros, porque prisioneros nos podíamos considerar quienes saliéramos de Zeluán como parlamentarios, marchásemos en su compañía y nos alejásemos de aquellos bárbaros, incapaces de todo freno y respeto. 

En casa del Yamani. Peligro conjurado 

     Así lo Hicimos, pernoctando en casa del Yamani, donde supimos, con el natural espanto y preocupación, que existía el propósito de conducirnos al Mauro. 

      A fuerza de muchos ruegos, después de derrochar tesoros de elocuencia y de poner en nuestras palabras toda la fuerza persuasiva de que éramos capaces, conseguimos quedarnos unos días en casa del Yamani, cosa convenientísima para nuestros planes, que no eran otros sino trabajar el rescate que nos permitiera regresar a Melilla. 

      Después de cenar, y cuando gozosamente comentábamos nuestro triunfo y aun hacíamos toda clase de proyectos para recuperar la ansiada libertad, esa santa libertad cuyo valor no se sabe apreciar sino cuando se ha perdido, nos llamaron de parte del Yamani, siendo conducidos a una lujosa habitación, donde el referido moro tributaba al representante de Abd-el-Krim toda suerte de rendidas cortesías y le obsequiaba con verdadera esplendidez, deseoso de congraciarse la voluntad del poderoso descendiente de los Jatabi. 

En los negocios de Estado, la buena forma es el todo 

      Valiéndose del intérprete Rueda, me dijo el religioso emisario de Abd-el-Krim: «Me he enterado, por el Yamani, de que tienes mucha cantidad de ganado, y, además, el de la Compañía.» 

      Ni un solo instante vacilé en contestar afirmativamente, pues de sobra sabía que el Yamani conocía perfectamente con todo detalle el ganado que, tanto la Compañía Colonizadora como yo, poseíamos en Marruecos. 

      Con la mayor satisfacción escuchó el emisario del jefe de los beniurriaguel mi respuesta, y con idéntica corrección exclamó el delegado rifeño: «¿Tú no tendrás inconveniente en cederle a la jarka todo ese ganado?» 

      Sin asombro, porque ya a todo estaba acostumbrado con los moros, le contesté, con la sonrisa en los labios, mientras «in mente» le dedicaba las más terribles maldiciones, que, muy por el contrario, tenía en ello muchísimo gusto. 

      Y allí mismo, inmediatamente, con las mismas formalidad y calma que si estuviésemos redactando una escritura ante un notario de mi tierra, se procedió a hacer el documento de cesión de aquellos bienes, consignando con el mayor detalle los sitios donde se guardaba el ganado y el número de cabezas que lo componían. 

      Guardóse el moro mi documento y, al día siguiente, por la mañana, regresó el emisario en dirección al Mauro para informar a su amo y señor del resultado de la embajada. 

       Nosotros quedamos en casa del Yamani pensando en todo momento cómo conseguir el rescate. 

      Los cuidados y afanes de los días sucesivos me hicieron olvidar mi famosa escritura; pero después he visto que no debieron hacer uso de ella, y todo me hace pensar que el motivo bien pudiera ser que una bala española le quitase la vida al morabito o que la codicia de los rifeños le arrebatasen, con la existencia, un papel del que no supieron o pudieron hacer uso. 

      De todas maneras, el extraño delegado de Abd-el-Krim demostró con su conducta que hasta entre los moros puede ser un axioma aquello de que «en los negocios de Estado, la buena forma es el todo». [4]



CAMINO DE LA ESCLAVITUD 

Los destrozos de la guerra 

     Instalados en casa del Yamani y gozando de una tranquilidad más aparente que real, aguardábamos con mal contenida impaciencia que llegase el oportuno momento de gestionar el rescate y conseguir, con la ansiada libertad, el retorno a nuestros hogares unos, otros la incorporación a sus puestos, para continuar el cumplimiento de unos deberes de que nos apartara la fatalidad. 

      Durante el día, las muchas emociones nos mantenían en una constante distracción del espíritu; pero las noches, tan faltas de sueño como ricas en zozobras, eran para nosotros tristemente interminables. Alerta la imaginación en aquellas largas vigilias, me parecía ver, como en una dolorosa y obsesionante pesadilla, las hermosas huertas de la Compañía Española de Colonización, creadas bajo mi dirección y a costa de cuantiosos sacrificios de tiempo y de dinero, completamente arrasadas por el ganado que, en una libertad desordenada, destruía con sus cascos todo cuanto centenares de hombres sembraran, pacientes y confiados en el porvenir; vi las plantaciones de eucaliptus y de pinos, con árboles que alcanzaban alturas de siete y más metros, taladas por los moros, que con salvaje alegría se ensañaban con todo lo creado merced al esfuerzo de los españoles; los olivos, que tanto dinero le costaran a la Compañía y que ya representaban una risueña esperanza, yacían por tierra, hechos astillas, quemados, con las raíces al aire; la trilladora, modelo de sabia mecánica agrícola, era un conjunto de hierros retorcidos y maderas carbonizadas; humo y ceniza eran los almiares, y ruinas quemadas las casas edificadas por la Compañía para formar un hermoso poblado. 

      Con tristeza pensaba yo en tanta labor como había hecho estéril el salvajismo de la guerra, en la bárbara psicología de un pueblo que, aparentemente impulsado por una idea de independencia, destruía las más ricas y productivas fuentes de riqueza y de bienestar, y por grandes que en mí fueran los optimismos de mi espíritu de luchador y mis aficiones colonizadoras, la realidad se imponía con sus crueles desengaños y trágicas lecciones. 

La codicia del Yamani. Gestionando el rescate 

       La vida en casa del Yamani se deslizaba tranquila y el trato que nos daban era excelente; pero el Yamani, aunque disimulaba, no tenía el convencimiento de que yo no le engañara respecto a las famosas veinte mil pesetas que, según mi desleal ordenanza, llevaba encima. Y así, en todas las conversaciones sacaba con insistente terquedad el tema de que los moros desconfiaban de él por creer que, al fin, le daría tan importante suma. 

      Tanto y tanto me chocó lo de las pesetas, que un buen día vacié en una alfombra todo lo que llevaba en mis bolsillos, y allí puse a su vista una porción de papelotes, cartas, documentos, una libreta con apuntes y seis u ocho duros en plata. 

      A la vista de mi cartera, al Yamani se le desorbitaron los ojos y de sus pupilas parecían salir chispas, porque la idea obsesionante de que allí estaban los cuatro mil duros le quitaba el sueño y la tranquilidad. 

      Bien pronto se pudo convencer, con el consiguiente desencanto, que allí no había ni sombra de esa importante suma, y el moro, desilusionado, pero ya tranquilo, me devolvió los duros, y yo, mejor dicho, los cuatro, prisioneros, recuperamos la calma. 

      Sin perder tiempo, comenzamos a tratar del rescate con el Yamani, y éste nos dijo que no quería dinero, que nos llevaría a Melilla, sin interés alguno, y así nos estuvo engañando varios días. Confiados en sus promesas y en su aparente adhesión permanecimos varios días, convencidos de que se aproximaba el día de nuestra liberación; pero a medida que pasaba el tiempo, nuestras esperanzas se iban desvaneciendo y el porvenir se hacía para nosotros más difícil y sombrío. 

Capitulación de Monte Arruit. La matanza y el saqueo 

     Cayó, por fin, Monte Arruit, y los moros nos contaron los horrores de la capitulación, las espantosas matanzas de los españoles, a quienes sometían a los más crueles martirios y hacían objeto de las mutilaciones y profanaciones que les sugerían su refinado instinto de venganza, el monstruoso deleite de ver sufrir a los vencidos. 


      Supimos también que, tras de asesinar a nuestros hermanos, comenzó entre ellos una lucha a tiros y golpes de gumía por el botín. 

      Ante nosotros cruzaron a caballo, haciendo fantasías, o, a pie, lanzando roncos gritos de júbilo, a los jarqueños, ebrios de sangre, con las armas de los vencidos, luciendo sus harapos, arrastrando el fruto de sus rapiñas. Una alhaja, una moneda, la prenda de uniforme más humilde, un arrugado papel, provocaban discusiones, que frecuentemente acababan a tiros, y en muchos casos, un certero golpe de gumía, un balazo traicioneramente disparado, daban en tierra con un rifeño, a quien inmediatamente arrebataban lo que horas antes arrancara, de un cadáver español. 


      No hay pluma capaz de describir el paso de la jarka vencedora; no hay paleta con colores bastante sombríos que pueda pintar los horrores de las escenas por nosotros presenciadas, y aún no me doy cuenta exacta de cómo pudimos escapar de la muerte en momentos como aquéllos, en que cual manada de lobos ferocísimos, los sanguinarios rifeños cruzaban por donde nosotros estábamos, presas del terror, esperando con triste resignación el martirio. 


El espanto de la noche. La eterna esperanza 

      Al llegar la noche, apretados unos contra otros, sin atrevernos ni a hablar, pudimos ver allá, en lo alto, el volar siniestro de los cuervos, los terribles pajarracos de la muerte, que se lanzaban rectos como flechas a los millares de cadáveres de españoles que allí yacían en retorcimientos increíbles, con los puños crispados, igual que víctimas inmoladas al dios bárbaro de la guerra. Ya bien entrada la noche, los aullidos de las hienas y de los chacales nos hacían estremecer pensando en el espantoso festín que con los pobres muertos y heridos de Monte Arruit se estaban dando aquellas fieras, con cuyos feroces instintos competían los rifeños de Abd-el-Krim. 



      Al nacer el siguiente día nos dio nuevos detalles de lo ocurrido el Yamani, y por él supimos quiénes eran los supervivientes. 

      El deseo de felicitarles me hizo escribirles, rogándoles, al propio tiempo, que cuando escribieran a Melilla no se olvidaran de nosotros. 

      Y otra vez renació en nuestro espíritu la esperanza, esa dulce y alentadora esperanza que nos da ánimos en los momentos difíciles y nos hace llevaderos los trances más pesados y amargos. 

      La vida sé deslizó tranquila y mansamente hasta la pascua del borrego, en que fuimos obsequiadísimos, recibiendo constantes visitas de los moros de los alrededores, que nos decían invariablemente: 

—Mañana marchar a Melilla; prisioneros moros venir de Melilla hasta el Atalayón, y general, oficiales y soldados marchar a Nadar y allí hacer el canje. 

      ¿Puede alguien, que no haya perdido la libertad, imaginarse lo que esto es, lo que esto significa para unos hombres que, como nosotros, habíamos visto tan de cerca la muerte, con todos sus crueles refinamientos? 

      Por esto, porque la vida es la ilusión constante de un mañana venturoso, creíamos que tales afirmaciones eran ciertas, y como, al fin y al cabo, estábamos en el principio de una campaña, pensábamos posible el rescate. 

      Pero la reflexión nos dijo que esto no era verosímil, dada la anarquía que dominaba en el campo rebelde, donde no existía una cabeza que dirigiera a tales bandidos e hiciese factible un canje de prisioneros. 



La primera carta a la familia. El teniente Dalias enfermo 

      El día 15 de Agosto nos sorprendió el Yamani con la noticia de que podíamos escribir a la familia diciendo que estábamos bien; pero que escribiéramos en un papel muy pequeño. 

      Con el mayor gusto aceptamos el ofrecimiento del Yamani, y en un trozo de papel de reducidas dimensiones nos comunicamos, o procuramos al menos comunicarnos, con los seres queridos. Y el papelito, donde en unas cuantas líneas pusimos tantos anhelos y entusiasmos, fue enviado por el Yamani a casa de Ben Chelal, donde estaban el general Navarro y los demás oficiales que escaparon con vida de la horrorosa tragedia de Monte Arruit. 

      Al siguiente día, 16, el pobre teniente Dalias cayó presa de unas fiebres espantosas. Aquello sobrecogió nuestro ánimo, que ya estaba bastante deprimido, y para nosotros era una pena insufrible ver al querido compañero delirando, consumido por altísima temperatura y sin tener medio alguno de combatir la enfermedad. Compadecido el Yamani, pidió alguna medicina a casa del general, e inmediatamente nos enviaron un poco de aspirina, de la que se apropiaron los moros antes de que llegase a nuestras manos y pudiésemos administrársela al enfermo. 

Una orden del Yamani. Engañosa esperanza 

      En el estado de ánimo consiguiente a tantísimas emociones y contrariedades, llegamos a la noche del día 18, en que recibimos una orden de Yamani, que no admitía objeción y que había que cumplir ciegamente. 

      El Yamani nos enviaba su mandato desde Nador, donde, según las noticias recibidas, había un fuego enorme. Se nos decía que el motivo de nuestro viaje no era otro que el de efectuar el canje, cosa que ninguno de nosotros creyó, aunque la entrada en nuestra habitación de los parientes y de la madre del Yamani, y sus protestas de que eran ciertas las afirmaciones del sargento en cuya casa nos hospedáramos, acabó por hacemos dudar, pensando en la posibilidad del hecho. 

      En las primeras horas de la mañana del 19, y obedientes al mandato del Yamani, salimos de Monte Arruit camino de Nador. 

     Nos dieron para hacer el viaje dos mulos. Iban en uno los tenientes Dalias y Civantos, el otro lo montábamos Rueda y yo. 

     Aun cuando ya la suerte nos había preparado a toda eventualidad, y ya el peligro nos era familiar, temíamos, no lo que nos pudiera ocurrir en el camino, donde ya pronto vimos que nadie se metía con nosotros, sino lo que nos esperaba en Nador, lugar de concentración de una numerosa jarka. 

Posiciones en agosto de 1921

La llegada a Nador. Entre la jarka rebelde 

      A las siete de la mañana, los cuatro españoles y los moros que nos guardaban llegamos a Nador, y al pasar por la estación del ferrocarril vimos todo el material brutalmente destrozado, así como las casas quemadas y en ruinas. 

      Presentaba aquella población, que a dieciséis kilómetros escasos de Melilla está situada, un aspecto desolador; era la guerra con todo su cortejo de barbarie y de crueldad; era un retroceso brutal; era la negación de todo progreso y cultura. No se veía más que cadáveres y ruinas y hombres que aullaban como fieras, ensangrentados y salvajes. No se oía más que los estampidos de las detonaciones, la feroz algarabía de una jarka enfurecida. 

     Al vernos se armó un griterío ensordecedor; miles de rebeldes que gesticulaban con rabia, que nos amenazaban con los puños y las armas en alto y que nos increpaban con los más injuriosos insultos y las más espantosas maldiciones. 

      La misma gravedad de las circunstancias creo que nos sirvió para que no desmayara el ánimo, bien convencidos de que igualmente empeoraba la situación el temor como la arrogancia. No había otro recurso que dejarse llevar, confiando en el azar, pidiendo a nuestra estrella que no se le ocurriera a algunos de aquellos forajidos asestarnos un golpe o disparamos un tiro, que sería el inevitable prólogo de un «lynchamiento». 

El prólogo del cautiverio 

      Yo miraba a mi alrededor y no veía una sola cara amiga; todos los rostros nos eran hostiles, en todos los ojos se leía el odio; pero, al fin, apareció un moro, que, compasivo, me dio un pañuelo con higos, y nuestro calvario continuó entre alaridos y tiros al aire, hasta llegar a la cárcel donde nos recibió el kaid Sidi Yeba, hermano del célebre Mizzian, y en un calabozo entramos los tenientes Dalias y Civantos, el intérprete Rueda y yo. 

FERNANDO JIMENEZ PAJARERO"[5]


NOTAS

[4] Edición del 15 de febrero de 1923 del periódico  La Libertad. Año V nº 1001 pag 1.

[5] Ib. Edición del 16 de febrero.  Año V nº 1002 pag 2 .

Las fotografías no se corresponden con el artículo publicado en dicho periódico. Proceden de:

- Revista Mundo Gráfico.
-ABC
- http://altorres.synology.me/guerras/1921_annual/02_10_arruit.htm

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