Artículo publicado en la Revista de Apuntes Históricos del año 2000
Martín BUENO LOZANO
El año de 1348 merece ser señalado con piedra negra por haber sido uno de los más funestos, si no que el que más, de la historia. En él se declaró la peste “una de las enfermedades infecto-contagiosas -he leído- más mortíferas que ha padecido el hombre” traída de Asia por una invasión de ratas de las clasificadas como negras.
Se distinguía por unos bubones, así como bellotas e incluso huevos, principalmente en las axilas y las ingles o por manchas oscuras extendidas por el cuerpo, debido a lo cual recibió los nombres de peste bubónica o peste negra según uno u otro síntoma. El enfermo moría rápidamente entre atroces dolores.
Fue espantoso. Dos o tres años bastaron para diezmar la población de Europa y dejarla en situación crítica. Se calcula que murieron más de veinticinco millones de personas, entre la cuarta y la tercera parte de la población. Desaparecieron un gran número de pueblos y aldeas y grandes ciudades como Florencia, Venecia y París vieron sus padrones reducidos a la mitad. Los enterradores no daban abasto y se vieron los cadáveres apilados por las calles. El padre Sarmiento, historiador, afirma que “después del diluvio universal no había habido en el mundo calamidad igual”
Aquella carnicería se extendió como la pólvora. Pronto se asomó al Estrecho, y Alcalá pudo tener la experiencia directa, a ojos vista, de la tragedia. Porque vio pasar el cadáver del rey Alfonso XI -una de sus víctimas más sonadas- procedente de Gibraltar, en cuyo asedio, según la crónica, “adolesció de landres, o sea bubones, que era carácter cierto de la pestilencia, y acabó la gloriosa carrera de su vida y reinado en el día de viernes santo, 26 de marzo de 1350, a los veintiocho años de su edad”. Pasaría por Alcalá el sábado de gloria o domingo de resurrección siguientes.
Aquella primera peste se fue reproduciendo periódicamente durante tres siglos. Las historias particulares de nuestros pueblos son testimonio. (Merecen un estudio aparte). Alcalá, una vez al menos, no se libró de tan siniestra lotería. Pedro Barbadillo en su «Historia de la ciudad de Sanlúcar de Barrameda» escribe: “Por el mes de noviembre de 1522 había peste en Gibraltar y en Vejer, y también en Alcalá”.
Los pueblos, en consecuencia, vivían aterrorizados bajo la permanente amenaza del mal. Tanto más cuanto que se ignoraba su origen. Hasta fines del siglo pasado no se supo que la enfermedad se debía a un bacilo transmitido por la picadura de las pulgas de las ratas infestadas.
Mientras tanto, en siglos, los médicos, ignorantes del enemigo, anduvieron dando palos de ciego recetando remedios- su lista es interminable- que de nada servían.
Siendo evidente su naturaleza contagiosa, el remedio más seguro era el del alejamiento. Del duque de Medina Sidonia se cuenta en su crónica que, habiéndose declarado la peste en Sevilla, donde su residencia, a principios de 1507, estuvo seis meses vagando por los pueblos “donde no morían” hasta que desapareció el peligro.
A nuestros remotos abuelos, por lo menos a los míos, que no eran duques, no les quedaba más amparo que acogerse a los santos, concretamente en nuestro Obispado de Cádiz a San Sebastián, abogado contra la peste, al que edificaron sendas ermitas en las afueras de cada uno de sus pueblos.
Las epidemias terminaron con la padecida a mediados del XVII. Terrible como todas, se extendió por el sur. De ella dice Ayala, historiador de Gibraltar, que “causó grandes estragos por los años de 1649, cuando, propagada por Cádiz, arruinó a la opulenta Sevilla, emporio entonces famosísimo por donde se comunicaban a Europa las riquezas del nuevo mundo. Gibraltar -continúa- participó de aquel azote, y murieron generalmente cuantos llegaron a sentirlo”. Por aquel mismo tiempo, en Medina, según el vicario Martínez, su historiador, “para preservar a la ciudad de la peste, entre otros arbitrios, se usó el de guardar sus puertas para impedir la entrada del que no trajera pasaporte de sanidad”.
En Alcalá, un siglo antes se tomaban las mismas precauciones, así en las Ordenanzas pactadas entre Alcalá y el Duque, para el gobierno de Alcalá, publicadas en 1528 y en su Título XXXVIII manda: “que quando se pusiesen guardas en esta villa (...) para guarda de la pestilencia (...) que si se provare se usó mal de la guarda, que le sean dados cient açotes...” Evidentemente se quería evitar la repetición de la epidemia registrada en Alcalá el año de 1522. En 1649, no consta, al menos al que esto escribe, si se usaron o no dichas guardas, como tampoco sí, en aquella ocasión el contagio penetró o no en el pueblo. Fuente segura hubiera sido el Libro de funerales y defunciones de la Parroquia, pero no se abrió hasta más tarde, cuando ya había desaparecido la enfermedad.
Fue curioso. Porque “uno de los factores de su desaparición -tomo el dato de una historia de la medicina- fue la eliminación de la rata negra por la invasión de otra de las llamadas grises” más fuertes y sanas.
La epidemia no volvió más. Con el tiempo se fue olvidando y, al compás de su olvido, la devoción a San Sebastián. Desaparecieron todas las ermitas de las que sólo se saben los lugares de sus emplazamientos y algunos vestigios como imágenes, rótulos callejeros, etc. En Alcalá le queda una calle paralela, a la izquierda, al final de la de los Pozos, en una de cuyas casas se halló la ermita del santo, entonces solitaria en las afueras, como las de los demás pueblos, y hoy rodeada de un barrio; además, la imagen, que la presidió, se encuentra en el altar mayor de la Parroquia.
Edificio de la calle San Sebastián donde se cree estaba la antigua ermita |
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