"El asedio de Zeluán
El optimismo de los primeros días y la realidad
Como un peligro que se aleja, vimos marchar a los Regulares; como un sedante para nuestra fatiga y un estímulo para el ánimo, harto deprimido y pesimista, fue el aliento que a todos nos dio el capitán de la Policía indígena Carrasco con sus enérgicas medidas.
Momento hubo en que la vista de nuestra bandera, flameando gallardamente al viento, nos hizo pensar en un porvenir de victoria, en un mañana de revancha, en el rápido y eficaz auxilio de las tropas que por otras zonas más tranquilas cumplían pacíficamente la misión de protectorado que el Tratado de Algeciras asignara a España en Marruecos. Pero la realidad se impuso, y unas cuantas horas de reflexión bastaron para convencernos, yo tardé bien poco, de la gravedad de la situación.
En Zeluán, como en tantos otros sitios, como en casi todas las posiciones españolas, se advertía el mayor desorden, la imprevisión más absoluta, una completa desorganización, porque, al paso que se contaba con abundancia de algunos elementos, quizá hasta con exceso, en cambio, otros escaseaban de un modo alarmante o faltaban totalmente, como ocurría con el agua, que nuestros soldados habían de ir a buscar en muchos sitios a varios kilómetros de distancia y en lugares y condiciones funestas para su vida.
Y ésta fue en Zeluán la primera dificultad, que pudo salvarse el día 25, en que se hizo la aguada, a costa de grandes bajas.
Los pusilánimes. El pozo sin agua
En esa misma fecha logramos organizar las fuerzas de Infantería y Artillería que allí se refugiaran, y que unas veces se escondían en los hornos de Intendencia o en los almacenes, y otras aprovechaban el menor descuido para desaparecer de los parapetos, buscando en la huida a través de aquella tierra ingrata y salvaje la salvación de sus existencias.
Montando los servicios, organizando la resistencia, pasamos las largas horas del día 25, y, al amanecer el 26, para evitar que unas gotas de agua nos costasen ríos de sangre, se pensó sustituir el servicio de aguada en el exterior merced a un pozo de profundidad de 25 a 30 metros dentro de la posición.
Con el mayor entusiasmo nos lanzamos a la empresa y en ella invertimos gran cantidad de tiempo y de esfuerzo, sin que el éxito recompensara nuestro trabajo, por falta de herramientas en la Alcazaba y porque de aquel pozo no salió ni una gota de agua.
Tristes y abrumados contemplamos el agujero allí abierto, pensando que el refrescar nuestras bocas y condimentar el alimento nos había de costar terribles luchas y víctimas sin cuento.
Saludo regio y felicitación del caudillo. Punible abandono
En este estado de ánimo, con tan crueles pensamientos, veíamos el porvenir, cuando el telégrafo nos transmitió un despacho del general Berenguer enviando un saludo del rey y su felicitación por la heroica resistencia que hacía la guarnición de Zeluán a las embestidas de los rebeldes kabileños, que en el poblado, en las huertas, en los caminos que a la Alcazaba conducen aguardaban ansiosos el momento de saquear la posición y satisfacer así sus sentimientos de odio y sus afanes de rapiña y bandolerismo.
Muy agradecida fue la regia salutación y las felicitaciones del alto comisario y general en jefe; pero más en su punto hubiéramos juzgado y mayor fuera nuestro agradecimiento si, como era su deber, nos hubiese auxiliado.
Para todos constituía un asombro, nadie se explicaba el desamparo en que se nos tenía, a pocos kilómetros de Melilla y escasísima distancia de Mar Chica, a un puñado de españoles. Y ese abandono nos hacía pensar en una tragedia de mayores proporciones de las que hasta entonces revistiera el desastre.
Era comprensible la derrota de una columna a 150 kilómetros de la plaza; podía explicarse la caída de las posiciones avanzadas, pero nadie acertaba el porqué del derrumbamiento de toda una Comandancia general, que en ello sólo cabía fundar el desamparo en que nos tenía el general D. Dámaso Berenguer.
Los hombres-pájaros. Galletas y cartuchos
Llenos de zozobra, angustiosamente atentos a todo, vimos con emoción profunda que el mismo día 26 volaban sobre la Alcazaba dos aeroplanos militares. Puede decirse que todos estábamos pendientes de los vuelos de ambos aviones.
Después de describir varios giros, los aparatos dejaron caer dos sacos: uno con cartuchería, que dio en tierra fuera de la Alcazaba, y del que seguramente se apoderaron los moros, y otro con galletas, que, aunque tampoco cayó en la posición, se pudo recoger.
Perseguidos a tiros por los rebeldes, desaparecieron los aeroplanos, repitiendo la hazaña otro aparato, al día siguiente y con mayor tino, pues los dos sacos que lanzo desde las alturas cayeron en la posición. No fue la fortuna como la puntería, porque el saco de las galletas se convirtió en harina, y el de la cartuchería quedó inservible del golpe.
No era la visita por los aires lo suficiente para inspirarnos tranquilidad ni los socorros que desde las nubes recibíamos de mayor importancia que una gota de agua en el mar; pero aun así y todo, no nos amargaba como lo que por telégrafo nos llegaba.
Y así transcurrían los días: desesperadamente, largamente. .
La tragedia de la aguada. -Rastro de cadáveres
Unos, aquéllos que lo exigía imperiosa la necesidad, se hacía la aguada, y al ir los soldados con los recipientes, sufrían la acometida de los moros, que los fusilaban con bárbara saña, a mansalva. Y de la aguada a la posición una hilera de cadáveres marcaba como un siniestro rastro el calvario a que nos condenaba la impotencia, la indiferencia o la falta de decisión de unos hombres a quienes la nación confiara el cuidado de tantos intereses, de tantas vidas, del honor de España.
Otros días permanecíamos en la posición, vigilando desde los parapetos lo que en el exterior pasaba.
Cadáveres en las cunetas del camino hacia el poblado |
El socorro que no llega. Ordenes contradictorias.
Sin cesar, con palabras de angustia, salían de Zeluán las demandas de auxilio, y el socorro no llegaba, y a un día de zozobra sucedía otro de espanto, y a unas horas de anhelante espera seguían largos intervalos de desesperación y desaliento.
Fatal, inexorable, veíamos aproximarse el momento de la caída, y en este temor nos confirmó un radiograma de Melilla que decía: «Habiendo llegado esa guarnición al máximo de su heroísmo, traten capitulación con el kaid Ben Chelal, único moro que me merece confianza.»
Este despacho, en que Berenguer nos ordenaba la capitulación, sin intentar antes socorrernos, produjo la consiguiente consternación, y todos pensamos con horror en los peligros y las represalias que suponían una rendición a enemigo tan feroz y vengativo como el kabileño.
Hubo un punto de estupor. Nadie se atrevía a declarar su pensamiento. En los audaces se advertía el desencanto, el miedo en los tímidos, la duda en todos.
A este radiograma siguió otro, diciendo que no nos moviéramos de la posición, porque el general Sanjurjo, el laureado, el bravo general, venía en nuestro auxilio.
Aquel despacho nos llenó de júbilo, y como por ensalmo desaparecieron los pesimismos, y una santa y sana esperanza ensanchó nuestros pechos y fortificó hasta las más débiles voluntades.
Todos los gemelos atalayaron el horizonte creyendo ver en las lejanías la columna de socorro. En los parapetos, y aun a riesgo de cazar al vuelo un balazo del enemigo, había siempre gente que miraba afanosa.
Pero pasó aquel día, y los soldados libertadores no llegaban, y como aquél vinieron otros de inútil espera, de ansiedad que se iba haciendo insoportable, y el asedio continuaba implacable, costando vidas, restando ánimos, destruyendo la fe en el porvenir.
Y lo que llegó fue la orden por telégrafo de que nos replegásemos sobre la Restinga.
La obra del Alto Mando. Hambre y sed
Con estos telegramas tan contradictorios no conseguía el Alto Mando más que una cosa: desconcertarnos, aumentar nuestra perplejidad, hacernos caer en la desesperación.
Nadie sabía a qué carta quedarse; todos comprendíamos que en Melilla era extraordinario el desbarajuste, y la moral de las tropas sufría grandemente ante noticias y mandatos tan contrarios y faltos de sentido práctico.
A medida que avanzaba el tiempo, la situación adquiría aterradores caracteres de gravedad.
Se carecía de todo: de agua y de víveres.
Hacer la aguada era desangrar la guarnición sin satisfacer las más perentorias necesidades.
Los víveres pronto se acabaron, porque aun cuando al principio había abundancia de ellos, su mala administración hizo que rápidamente se concluyesen.
Había, cuando se comenzó la resistencia, gran número de vacas, cabras, borregos y cerdos, y harina, aunque en menor proporción; pero la falta de una buena policía de subsistencias hacía que cuando un soldado quería comer, sin consultar a Dios ni al diablo, matase una vaca, al paso que otro prefería dar muerte a una cabra o el de más allá sacrificaba un cerdo, desperdiciando la mayor parte de su carne. Con esto se consiguió lo natural, que se acabasen los alimentos como por ensalmo, que dos días antes de la capitulación a los horrores de la sed se sumaran las alucinantes torturas del hambre.
El emisario de Ben Chelal. La deslealtad rifeña
El día 2 de Agosto se presentó ante la Alcazaba un emisario de Ben Chelal, poniéndose al habla con el capitán Carrasco, que designó como parlamentarios a los tenientes Dalias y Fernández y al intérprete Rueda.
Al enterarme yo de esas negociaciones, solicité del capitán Carrasco autorización para unirme a los comisionados y hablar también con Ben Chelal, de quien era antiguo amigo y de quien esperaba obtener mayores ventajas si intervenía con nuestros emisarios en la capitulación.
Profunda extrañeza le produjo a Ben Chelal mi presencia en la Comisión, y al conferenciar con los tenientes Dalias y Fernández le declararon éstos la firme resolución del capitán Carrasco mientras para ello no estuviese de acuerdo con el general Navarro, a cuyo fin era menester que el teniente Dalias marchase a Monte Arruit para entrevistarse con el barón de Casa-Davalillo.
Mientras se debatía este importante punto y nuestros oficiales sostenían con energía el criterio de Carrasco, uno de los tenientes Fernández, que sabía a la perfección el chelia, prestó atención a lo que unos moros hablaban y se enteró de que el propósito de los kabileños era el de matar al oficial emisario, diciendole Ben Chelal en aquel momento que se marchase.
Incidentalmente, y para hacerle la debida justicia, he de manifestar que el teniente Fernández, al frente de la Policía indígena, no descansó un solo momento y que su conducta, como militar y como patriota, fue en todo instante ejemplar.
El moro traidor. Cómo desarmamos a los indígenas
La noche antes de la rendición, el veterinario militar D. Tomás López, estantío de servicio en el parapeto, vio que uno de los catorce o quince policías Indígenas que habían quedado en la Alcazaba tiraba los cartuchos fuera, sin duda con el propósito de que el enemigo recogiese las municiones.
Sin perder momento, justamente alarmado, el veterinario López dio conocimiento del hecho al capitán Carrasco y al teniente Fernández.
Con la mayor cautela fui llamado a la Casa de Teléfonos, donde Fernández me rogó que fuese porque necesitaba de mis servicios para desarmar y prender a los policías indígenas, cuya conducta, ya antes sospechosa, no dejaba a la sazón la menor duda.
Uno a uno fueron llamados los catorce o quince moros, y conforme iban entrando, el intérprete Rueda y yo los desarmábamos, amarrándolos sólida y convenientemente.
El fusilamiento de un indígena. En acecho
Al que arrojó los cartuchos se le tomó declaración, y no obstante sus reiteradas y fingidas protestas de amistad hacia España, fue condenado a muerte y fusilado en el acto, pues suponíamos que los demás policías harían lo mismo que él, y además de no tener tiempo que perder, era preciso un ejemplar escarmiento.
Después del fusilamiento del traidor indígena, que fue un acto de verdadera emoción y que yo jamás olvidaré, quedamos con la tranquilidad de que antes carecíamos, ya que los moros refugiados con nosotros en la Alcazaba eran cien veces más peligrosos que los que, fuera, en las huertas de Zeluán, en los barrancos vecinos, en la carretera, en las casas del poblado indígena, aguardaban impacientes el asalto o la rendición para caer sobre la Alcazaba como sanguinarios chacales, como terribles aves de rapiña. [2]
Mientras se capitula
El ejemplo de los buenos
Como triste compensación de tanta miseria a relatar, igual que lenitivo a la dolorosa narración de vencimientos, claudicaciones, vergüenzas y cobardías, he de hacer constar, enalteciéndola como se merece, la conducta que en aquellos memorables y trágicos días observaron algunos oficiales y soldados a quienes sorprendiera la catástrofe marroquí.
Levanta el corazón el recuerdo del comportamiento de hombres como los tenientes Troncoso, Dalias y Miralles, para quienes el sitio del peligro era puesto de honor, al que jamás faltaban, y la adversidad, el yunque donde se forjaba a golpes la voluntad y el patriotismo, el valor y la abnegación: enorgullece pensar que, como aquellos héroes, el teniente de la Policía indígena Fernández, y Tomás López, veterinario militar, de quienes ya he hablado con elogio, lejos de huir el peligro y de buscar en la inacción descanso al cuerpo y al ánimo, trabajasen sin reposo y con serena alegría.
La bravura de Fernández. El encargo de un héroe
Yo no podré olvidar en mi vida cómo el bravo Fernández, antes de ser desarmados, protegía con sus sospechosos indígenas el convoy enviado al Aeródromo y el ardimiento que puso en la defensa de la Alcazaba, insensible a la fatiga y al sueño; y los ojos se me llenan de lágrimas cuando recuerdo que tan heroico oficial, seguro de que la rendición sería para él la muerte inevitable, me abrazaba fuertemente la noche antes de caer la Alcazaba y me decía con espantosa calma, pero con firme y triste acento: «Fernando, sí te salvas, ve y habla con mi mujer y mi hija y diles que moriré pensando en ellas>>.
Así, con tan crueles presentimientos, con tan espantoso porvenir, luchaban los buenos, los hombres, los que cayeron víctimas de la fatalidad y de la ajena inepcia, con el pensamiento fijo en los seres queridos, pero atentos siempre al honor y al deber, que es en la desgracia donde se aquilatan y demuestran.
El espíritu militar de un veterinario. La trágica aguada
Y Tomás López, que, por su profesión de veterinario, no tenía mando de tropas, ni aun era dable suponerle un gran espíritu militar, y mucho menos le eran exigibles heroicidades que no supieron realizar tantos profesionales del valor y el honor bélico, todos los días pedía ir voluntario a la aguada, sin reparar en el riesgo cierto que ello suponía, pensando siempre, en una exaltación de altruismo, cómo protegerla para que los soldados sin ventura padecieran menos bajas.
Por esto, cuando los moros se apoderaron del cementerio y lo aspilleraron, fusilando así a mansalva a quienes hacían la aguada, Tomás López pidió ir voluntario, con quince soldados de Alcántara, los gloriosos caballeros de Alcántara, y algunos infantes, y en una formidable y resueltísima carga se apoderó del cementerio, donde se parapetó el heroico grupo de españoles y permitió que la aguada se hiciera tranquilamente, en lugar de costar el enorme número de bajas de otras veces.
Cementerio de Zeluán |
Igual hazaña y con idéntica fortuna realizó al siguiente día, y cuando a la jornada después los moros buscaron un sitio desde el cual nos hacían fuego sin ser vistos, Tomás López, en cuyo corazón no tuvo jamás entrada el miedo ni se albergó el egoísmo, continuó pidiendo ir con su fusil en busca del agua, que tan cara costaba a los sitiados de Zeluán.
La brava tropa del teniente Zurita
El día 27 de Julio (y aquí está muy en su punto advertir al lector que en este relato no siempre guardo un riguroso orden cronológico, sino que voy consignando los hechos conforme acuden a mi recuerdo, a veces tan en tropel que por fuerza se embarullan un tanto al pugnar por salir), el día 27 de Julio, repito, vimos llegar en dirección de Monte Arruit una sección de Infantería, que, sin perder el contacto un soldado con otro y llevando al frente un oficial, venía tiroteándose con el enemigo hasta entrar en la Alcazaba, lo que efectuó con la misma precisión y tranquilidad que sí se moviese en un campo de maniobras.
La conducta de aquel militar y de aquellos soldados nos entusiasmó a todos, y todos acudimos presurosos a felicitarles, encontrándonos con que el jefe de la fuerza era el teniente Zurba, del regimiento de San Fernando.
Después de los parabienes y las enhorabuenas, nos contó el teniente Zurita que venía de Kandussi, relatándonos muy al por menor lo que allí ocurriera, el espanto que de todos se apoderase, el horror de la desbandada. Con serena firmeza explicó cómo él, con su sección, marchó tranquila y ordenadamente a Arruit, donde fue recibido a tiro limpio, defendiéndose con la mayor energía y sin que un solo de los soldados perdiese la serenidad. Así continuaron Zurita y sus soldados la retirada hacia Zeluán, marcha trágica, que honra por igual al jefe y a los subordinados, porque, hostilizados sin cesar, aquellos hombres no se dejaron dominar por el miedo ni perdieron un solo instante la reflexión, y a las agresiones de los rebeldes contestaban con certeros disparos y la granizada de balas que sobre ellos caía no les hizo correr, sino que varonilmente, en marcha que no apresuró la cobardía, avanzaban, avanzaban serenos, fuertes, bravos como espartanos.
A conferenciar con Navarro
Una vez con el kaid Ben Chelal, por orden de éste, marché a Arruit con unos cuantos de sus familiares, acompañado del intérprete Rueda y el teniente Civantos, pues el teniente Dalias ya había manchado delante, a caballo, con los kaides Ben Chelal, Abd-el-Selam de Beni Tuzin, y otros jefes de M’Talza que le acompañaban, para conferenciar con el general Navarro y darle cuenta de las peticiones de los moros para la evacuación de Monte Arruit y la Alcazaba de Zeluán.
Nosotros, que montados en mulos íbamos a Arruit con la preocupación y tristes pensamientos que el lector puede suponer, vimos a nuestra llegada cómo el teniente Dalias bajaba precipitadamente a caballo de la posición española.
Traidora acometida
Engañados los moros por la tranquilidad que en la plaza reinaba con motivo de la conferencia, creyéronse que los defensores estaban descuidados e intentaron un asalto a la posición; pero la traidora acometida fue rechazada con tal energía, que les costó más de cuarenta muertos y de setenta heridos.
Este revés causó gran indignación a la jarka, que no podía imaginarse que cada cual estuviese en su puesto, y para vengar aquel mal paso prorrumpió en un bárbaro griterío y se propuso hacer con nosotros unas cuantas atrocidades.
Fue preciso para evitarlo toda la autoridad y la actitud enérgica y resuelta de Ben-Chelal y de otros cuantos kaides, porque los kabileños, sedientos de venganza, no pensando en otra cosa que en el desquite; enfurecidos porque con la plaza sin rendir se retrasaban el pillaje y la matanza, querían calmar su impaciencia quitándonos la vida y martirizándonos cruelmente. Pero la protección de Ben-Chelal fue decisiva y aquella noche la pudimos pasar tranquilamente.
Concertando la rendición
Dalias subió a hablar con el general Navarro, advirtiéndole que él no tenía confianza en la jarka. Después de escuchar el barón de Casa Davalillos las observaciones del teniente Dalias, le dijo el general que tenía órdenes de evacuar Monte Arruit, y atendiendo a estas instrucciones, le expuso en qué condiciones entregaría él la posición.
Volvió Dalias, y al día siguiente siguió con las gestiones Rueda, el intérprete, pero sin llegar a un acuerdo, porque al paso que los jefes moros transigían con todo, aquella manada de lobos y chacales que contra España se rebelaban y sitiaban las posiciones, lo único que quería era sangre y saqueo
A medida que pasaban los días, conforme transcurría el tiempo, las circunstancias se agravaban alarmantemente, la catástrofe aumentaba en proporciones aterradoras.
La autoridad de los jefes, no siempre muy firme, era insuficiente para sostener tantísimas malas pasiones, tan desordenado apetito de venganza y de robo como se albergaba en las almas sin piedad de unas gentes salvajes y enloquecidas por una inesperada victoria.
Bárbara matanza de soldados. La conducta de Ben-Chelal
Uno de los días que estábamos en Arruit, al asomarme a la puerta de la casa donde me albergaba, vi llegar un grupo de unos 250 soldados. El aspecto de aquellos hombres era desconsolador, y más que seres vivos parecían cadáveres por su demacración y por su postrado ánimo. Hambrientos, consumidos por la fiebre, muertos de sed, pues llevaban muchos días sin probar el agua, habían salido de Monte Arruit al amanecer para beber en la aguada, fiados, tal vez, en que ya iniciadas las conferencias para evacuar las posiciones y entregarlas a los moros, éstos no se opondrían a que ellos buscasen en la aguada consuelo y frescura para sus abrasadas fauces.
De repente, en un súbito y como acordado movimiento, los moros que por allí estaban sentados al sol, al verlos llegar montaron a caballo, y a tiros, con las gumías, a garrotazos, acometieron a aquel puñado de espectros, y tal matanza hicieron, que sólo uno pudo salvarse de la degollina.
Ben-Chelal fue el único que, indignado, se opuso a la matanza, dando gritos para que los moros no hicieran fuego, profiriendo amenazas, zarandeando a los que encontraba a su paso; pero todo fue inútil, y sus órdenes, desoídas por aquellos salvajes, de nada sirvieron.
El «Madre mía» de los soldados hace reír a los moros
Los que aquel cuadro de horror presenciábamos quedamos aterrados; parecía que nos faltaba la vida, que la angustia y el dolor y la rabia nos iban a tomar, y en un rincón nos tiramos, llorando de ira; pensando con espanto en el porvenir que nos aguardaba, en la suerte que les esperaba a cuantos españoles resistían, ya a la desesperada, en Monte Arruit y en Zeluán y en tantos otros sitios.
De mi pena, del estupor en que me sumieran las escenas sangrentas que acababa de presenciar, vino a sacarme el cherif Abd-el-Kader de Gueznaya, quien, por mediación del intérprete, me preguntó qué significado tenía la frase «¡Madre mía!»
Confieso que al pronto no me di cuenta del alcance de la pregunta y no acertaba a contestarla; pero un momento de reflexión me hizo caer en la cuenta y entonces expliqué al cherif Abd-el-Kader de Gueznaya, nuestro encarnizado enemigo, que cuando un español se encuentra lejos de su hogar y sufre penas o dolores corporales, siempre se acuerda de lo más santo y de lo más querido que hay para él, y ese recuerdo, esa invocación, la simboliza en un grito de amor, en que al mismo tiempo que clama por la que le diese el ser, pide piedad y consuelo; por eso, en tales momentos, se dice: «¡Madre mía!»
Al enterarse los moros de mi explicación, soltaron una carcajada. Cuando les pregunté, por mediación de Rueda, el motivo de su curiosidad y la razón de su risa, supe que habían notado cómo todos los soldados, al morir, decían: «¡Madre mía!»
FERNANDO JIMENEZ PAJARERO"[3]
NOTAS
[2] 1923 02 09 - La Libertad (Madrid. 1919). Edición del 29 de febrero de 1923. Página 1
[3] Edición del 13 de febrero de La Libertad. Año V nº 999 pag 1
Las fotografías no se corresponden con el artículo publicado en dicho periódico. Proceden de:
- Revista Mundo Gráfico.
-ABC
- http://altorres.synology.me/guerras/1921_annual/02_10_arruit.htm
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