"Cuatro días en la cárcel de Nador
El castigo de Dios
Visitáronnos en nuestro calabozo moros tan significados como Sidi-Teba y el kaid La-Trús, y éste último nos dijo con gran solemnidad y un aíre severo que la catástrofe de que eran víctimas los españoles, podía considerarse obra de Dios, y de los hombres, porque ya hacía bastante tiempo que en un morabo suyo habla producido gran expectación el anuncio de que en breve plazo las aguas del rio Kert arrastrarían mucha sangre.
Un sentimiento de dignidad nos hizo protestar contra tales palabras, y a ellas respondimos protestando enérgicamente, y le dijimos que era imposible que Dios castigase a los que les habían hecho tanto bien. Echamos, asimismo, en cara a nuestros visitantes las matanzas horribles que se efectuaran y los formidables incendios registrados, sin que ellos hicieran nada por evitar las unas y los otros.
Colonización a la española
A estos reproches contestó el moro La-Trús con las siguientes palabras: «Ustedes forman un poblado, y, en lugar de poner primero la escuela, habéis puesto las tabernas y casas de trato, y, además, mandáis a la Policía tenientes que estar niños, y eso no ser bien.»
Sin comentarios expongo muchos hechos y muchas cosas oídas por mí, y sí de ellas no hago crítica es precisamente porque la fuerza abrumadora de la lógica, la sabía enseñanza de la experiencia tienen bastante elocuencia para que yo insista sobre la realidad.
El trato de los moros
Nuestro carcelero llamó a un moro armado y se sentó a la puerta, bien provisto de un sable, aunque advirtiendo al guardián que se nos sirviera inmediatamente cuanto té y café pidiéramos. Tuvo también la gentileza de enviarnos «tres somieres» pero como no les acompañaban colchones ni mantas, y nuestros trajes eran, por motivo de la estación, ligerísimos, el descanso era más bien mortificación, porque los muelles del «sommier» se nos quedaban como dibujados en el cuerpo.
Para comer nos trajeron un gran plato de carne de borrego, manjar que nunca fue de mi predilección, y que, por no agradarme, me quedé sin comer, limitándome, para engañar el hambre, con mojar pan en la salsa.
Lo que ocurrió con los Regulares
Por la tarde fue a saludarnos el sargento de Regulares Fasi, y gracias a él pudimos enterarnos de muchos e importantes extremos, contándonos, entre otras muchas cosas, cómo a los Regulares se les había hecho entregar el armamento, formándolas, desarmándoles y diciéndoles que volviesen por la mañana, al propio tiempo que la oficialidad marchaba a Melilla. Añadió el sargento que los Regulares, al quitarles las armas, preguntaban, asombrados: «¿Qué pasar? ¿No tener confianza en nosotros?» Los oficiales contestaban: «Sí, sí; pero volver mañana», y, mientras tanto, prendían fuego al depósito de municiones y preparaban su marcha a la plaza.
Además de éstas, en aquella tarde menudearon las visitas. Aquello era un hervidero de moros conocidos, que nos traían frutas, o tabaco, o ropas, siendo muchos los que nos invitaban a tomar el té; pero ninguno, ninguno, por desgracia, podía sacarnos de allí, salvarnos de tan cruel trance.
Un bando de Abd-el-Krim
Comentando nuestra situación, pensando en la manera de salir de ella estábamos, cuando llegó a nuestros oídos un bando de Abd-el-Krim, del famoso caudillo beniurriaguel que, tras la victoria, adoptaba procedimientos y actitudes de general en jefe.
Decía en su bando Abd-el-Krim que los moros que quemasen casas, rompiesen puertas, levantasen vías o estropeasen carreteras, serían inexorablemente fusilados; pero cuando este mandato, tan justo y conforme a las modernas leyes de la guerra, se leía en el zoco de Nador, ya no quedaba piedra sobre piedra, las casas estaban incendiadas y derruidas, puertas y ventanas habían sido hechas astillas, la vía férrea ofrecía el triste espectáculo de los ríeles levantados y los puentes destruidos, las carreteras de trecho en trecho presentaban cortaduras que dificultaban el tránsito u obstáculos que lo imposibilitaban.
Fusilamiento de dos moros
Añadía el bando que dos moros que se peleasen serian pasados por las armas, y en este punto si hemos de reconocer que se cumplió la orden del cabecilla de la rebeldía, y dos kabileños que riñeron cayeron al suelo acribillados a balazos, para escarmiento de muchos y ejemplaridad para todos.
La fantasía kabileña. La revolución imaginada
Entre los muchos moros que nos visitaban había unos cuantos tan aficionados a dejar volar la fantasía y dar rienda suelta a la imaginación, que estuvieron a punto de enloquecernos con sus estupendos relatos, en los que daban los más absurdos detalles de una revolución triunfante en España. Y aquellos jarkeños contaban con la mayor seriedad la fuga de los reyes a Inglaterra, los trágicos acaecimientos en las calles de Madrid, que costaran la vida a la mayoría de los ministros que por aquel entonces regían los destinos de España, las sublevaciones del Ejército, haciendo causa común con el pueblo, los motines, el hambre, muchedumbres ametralladas, todos los horrores, en suma, consiguientes a un alzamiento revolucionario.
Nosotros decíamos a quienes propalaban tales noticias que todo ello era falso, que España estaba perfectamente organizada y preparada para que un simple contratiempo colonial trastornase su vida; pero los rebeldes insistían en sus manifestaciones; afirmaban que ya lo sabían en todo Marruecos, y, para dar más fuerza a su relato, para convencernos, volvían al día siguiente con otro moro de prestigio, que confirmaba lo anteriormente dicho y aun aumentaba el horror de la situación con nuevas y más tremebundas noticias.
Fácilmente se imaginará quien estas Memorias leyere nuestra angustia y ansiedad lejos de la patria, entre enemigos, con sospecha de graves sucesos, con el porvenir preñado de peligros y contrariedades,
La singular conducta de un morito
Varias veces al día, con mayor asiduidad que los otros muchos moros que nos visitaban, venía a vernos un muchacho, trompeta de Regulares, muy conocido del teniente Dalias. Este morito, cuya adhesión a nosotros fue absoluta en los cuatro días que allí estuvimos, nos confesó que los rebeldes le habían obligado a tirar con un cañón que habían emplazado en las Tetas de Nador contra los españoles que guarnecían el Atalayón.
Y el muchacho todas las mañanas llegaba en una loca carrera, nos dejaba pan, higos, tabaco y alguna ropa, y en seguida, a todo correr, se lanzaba cuesta arriba para disparar el famoso cañón, que, meses más tarde, según luego supe, habían de reconquistar los bravos Regulares de Ceuta con su valiente teniente coronel Mola.
Una espera de siete horas
Tres días llevábamos en el calabozo de Nador cuando Sidi-Teba nos hizo conducir a la habitación que ocupaban los tenientes Troncoso, Maroto, Vivancos e Ibarrondo, y cuando todos estuvimos reunidos nos dijo que el objeto no era otro que el de que escribiésemos a Melilla.
Muy satisfechos, nos sentamos dispuestos a ello, pues el moro salió de la habitación diciendo: «Ahora traeré papel y pluma». Con la impaciencia del caso aguardamos la llegada del recado de escribir; pero, a las siete horas, lo que llegaba era el recado de regresar a nuestro cuarto, en espera de mejor ocasión para corresponder con Melilla.
No quiero hablar de mi desesperación, porque, desgraciadamente, es un tema que habría de repetir con harta frecuencia; lo que sí he de consignar es que quien quizá se daba más exacta cuenta de la realidad era yo.
Ahí me las den todas
Los cuatro días que permanecimos en Nador oíamos unos gritos y lamentaciones tan tremendos que a todas horas nos temíamos ver entrar a los bárbaros kabileños y hacer en nosotros una carnicería, no bastando el que nuestro guardián, para infundirnos ánimos, nos dijese: «Estar tranquilos; es que hebreos comer paliza». Por las mañanas, cuando el judío encargado de barrer nuestra habitación entraba, le mirábamos compasivos, por si era él quien recibía aquellas «felpas» que nos sobrecogían de espanto.
La carta de Civantos. Hacia Aydir
El día 25 de Agosto recibimos una carta del coronel Civantos, dirigida a su hijo, y que decía: «Mañana sal de ésa con los que te acompañan y seréis conducidos a Aydir, donde dentro y después de unos días estarán todos en sus hogares.»
Esta carta tan terminante, tan categórica, dio lugar a grandes y muy variados comentarios; pero a todos puso punto la presencia kaid La-Trús y su declaración de que había recibido noticias de Abd-el-Krim, y que, en virtud de ellas, era preciso prepararse para salir todos al siguiente día camino de Aydir.
Cuando el kaid La-Trús se marchó hubo un momento de hondísima emoción, de solemne silencio. Aquella noche del día 25 nadie durmió de alegría. [6]
CAMINO DE AYDIR
Los preparativos de marcha
Muy de mañana fuimos llamados, ya que despiertos estábamos todos, y cuando salimos a la puerta de la prisión vimos que junto a ella nos aguardaban Kadur Amar, el hermano de Mizzian, algunos otros moros notables y toda la jarka dando gritos y con inequívocas señales de júbilo.
Los moros nos dijeron que se habían pasado la noche buscando caballerías para que hiciéramos el viaje cómoda y rápidamente; pero que no encontraron sino dos mulos que destinaban a los dos oficiales, uno de ellos el teniente Dalias, enfermos. Cuando vimos los mulos no sabíamos echarnos a reír o cerrar en llanto, porque los animalitos, más que de mulos, tenían pinta de sardinas. La consideración del mal estado de salud de nuestros dos compañeros nos hizo resignarnos a aceptar los bichos, que más nos sirvieron de molestia y cuidado que de comodidad y descanso.
Compañía inesperada
Un ofrecimiento, inmediatamente recogido, nos consoló de la falta de medios de transporte. Fue la oferta que nos acompañasen en nuestro viaje a Aydir cuatro soldados de los muchas que en Nador había prisioneros, y nosotros, que de buenísima gana hubiésemos aceptado la compañía de todos nuestros desventurados compatriotas, dijimos que sí con la mejor voluntad y alegría.
Abrióse una puerta de la iglesia, que estaba próxima a nuestro encierro, y salieron, locos de contento, saltando de gozo, cuatro soldados, a los que saludamos con el cariño y efusión propios de gente de la misma raza a quienes hermana el dolor y la desgracia.
A cada uno de nosotras nos dieron un pan, y nos despedimos de aquella gentuza, entre la cual pasáramos las largas, las inacabables horas de cuatro días angustiosos.
Los moros, por su parte, nos despidieron con las eternas y engorrosas fórmulas de la cortesía musulmana, mientras que los jarkeños atronaban el espacio con sus alaridos y tiros al aire.
Era el motivo de nuestro contento pensar que íbamos hacia la libertad. Regocijaba a los rebeldes la idea de que enviaban a Abd-el-Krim una nueva expedición de prisioneros.
Duelo de artillería
Apenas echamos a andar, en marcha a Aydir, presenciamos, y el espectáculo duró una larga parte de nuestra excursión, el duelo de artillería entablado entre la pieza emplazada en las Tetas de Nador por los moros y las baterías que los españoles montaran en el Atalayón y con las cuales batían a los rebeldes.
¡A cuántas amargas consideraciones dio lugar aquella pugna a cañonazos! Pensamos en seguida en la extraña y paradójica conducta del trompetilla de Regulares, que apenas dejaba en nuestro poder alimentos y ropa marchaba presuroso a disparar balas de cañón contra los soldados de España. Pensamos en el abandono en que Nador y Zeluán y Monte Arruit y tantas otras posiciones estaban, hallándose a tan escasa distancia del Atalayón, de Mar Chica y de Melilla. Pensamos en la indiferencia con que España, es decir, España, no; los de arriba, los que mandan, veían morir a millares de soldados sin prestarles socorro, sin salir, en un torrente de valor y de dignidad, a auxiliarles.
Los cañones del Atalayón nos bombardean
Con tan dolorosas cavilaciones marchábamos por la carretera los tenientes Dalias, Troncoso, Vivancos, Ibarrondo, Civantos, el alférez de Caballería Maroto, el intérprete Rueda y yo. Formando grupo nos acompañaban los cuatro soldados. Ojo avizor y muy prevenidos nos daban escolta y custodia tres kabileños armados hasta los dientes.
Al llegar a la altura del cementerio rompió el fuego contra nosotros la batería del Atalayón, haciendo primero cuatro disparos largos, después recibimos otra descarga, a nuestra retaguardia, explotando los proyectiles y haciéndonos correr, obligados por nuestros guardianes. Seguidamente cayó otra descarga tan cerca de nosotros, que si estallan los proyectiles quedan destrozados los oficiales heridos y algunos más que con ellos íbamos.
Fueron aquellos momentos de verdadera prueba para nosotros, que nos veíamos perseguidos a balazos por nuestros mismos compatriotas y temiendo muy justificadamente que la muerte nos viniera de ellos y no de nuestros enemigos. Nunca como entonces deseábamos que tuviesen mala puntería los artilleros españoles, ni jamás celebramos con mayor alegría la mala calidad de los explosivos que cuando los proyectiles caían a larga distancia de nosotros o se hundían en tierra sin estallar.
Descanso en Segangan. El porqué del bombardeo
Cuando llegamos a la estación de Segangan nos dieron un descanso y media cebolla para recuperar fuerzas.
Aprovechando el descanso, y con motivo de los comentarios a que diera lugar bombardeo de que estuvimos a punto de ser víctimas, nos contaron los soldados por qué nos tiraban tantos y tan furiosos cañonazos las baterías del Atalayón.
Era la razón que los moros tenían entre los prisioneros que guardaban en la iglesia de Nador ocho o diez soldados de Artillería, a quienes los rebeldes obligaban disparar el cañón de las Tetas de Nador contra el Atalayón y Sidí Hamet, hecho que, al ser conocido por los españoles, les indignó de tal suerte, que resolvieron cañonear con la mayor violencia a quien estimaban traidores a la patria.
Tanto era el fuego y de tal suerte se afinaba la puntería, que al ver los moros las frecuentes bajas que sufrían, acordaron vestir con chilabas a los artilleros para ver si de este modo cesaba o se aplacaba algo el encono de las posiciones españolas.
La crueldad mora. Enfermos y heridos fusilados
También nos contaron los soldados que eran unos cien los que estaban prisioneros en Nador, y que entre ellos, y desde hacía bastante tiempo, había muchos heridos y enfermos. Lleno de horror escuché de labios de los pobres soldados cómo los salvajes kabileños, viendo tanto desgraciado cómo sufría, exclamaron:
-¡A ver! ¡Estos marchar para enfermería!
Y esta orden, que algunos sin ventura creyeron verdadera e inspirada en la piedad, se cumplió conduciéndolas a la playa y fusilándolos allí, sin compasión, martirizándolos cruelmente, demostrando con su barbarie los sanguinarios instintos que les caracterizan y su invencible afán de rapiña.
Las matanzas de Segangan. De tal palo, tal astilla
Con el ánimo deprimido, pero siempre alentando alguna esperanza, seguimos a Segangan, que está muy lejos de la estación, y lo encontramos desierto, pero con el suelo lleno de cadáveres, que ponían espanto en el ánimo mejor templado.
A la salida del pueblo hallamos un grupo de moros con chilabas blancas, en las que unas banderitas españolas bordadas pregonaban bien a las claras que eran niños a quienes daba España educación en las escuelas indígenas; y aquellos chicuelos, en cuyo corazón ya anidaba el odio, nos llenaron de improperios y nos apedrearon rabiosamente, con el instinto de chacal que de sus padres les viniera, olvidando ingratamente los favores recibidos. Fue precisa la intervención enérgica de nuestros guardianes para que la manada de lobeznos huyera sin causarnos mayor daño que el que recibiéramos en el alma con su infame conducta. ¡De tal palo, tal astilla!
La marcha hacia el Kert
Lentamente, abrasados por un sol que calcinaba las piedras, agotados por el cansancio, sudando a mares porque no corría el aire, proseguimos nuestro camino hacia el Kert. ¡Qué marcha la de aquella pobre caravana de hombres, agobiados de dolorosos recuerdos, enfermos algunos, tristes todos, aunque los más procurásemos disimular para no restarles ánimos a los otros!
En nuestra peregrinación, mejor podría decir en nuestro calvario, nos detuvimos para ver pasar a una española prisionera y herida, que llevaban dos moras a Nador y a la que al día siguiente enviaron a Melilla.
Este encuentro causó la natural emoción y el hecho produjo los comentarios naturales, siendo para muchos un feliz augurio que reavivó la fe en el porvenir.
Frente a Ras Medua encontramos un agua riquísima, y allí nos permitieron los moros que nos conducían gozar las delicias de un breve descanso y darnos un hartazgo de agua. Golosamente, con fruición, igual que quien saborea un manjar delicadísimo, bebimos aquella agua, que al refrescar nuestras gargantas, al correr por nuestro rostro y bañar nuestras manos, parecía darnos nueva vida, alientos para seguir sufriendo, ánimos para continuar luchando con el Destino.
Unos moros aprovechados quieren comprar a Civantos
Cuando a los moros les convino se reanudó la caminata, y, a poco de ello, topamos con dos kabileños, montados en sendos mulos, a quienes la presencia del teniente Civantos causó un extraordinario y no disimulado contento.
Entre los jinetes y nuestros guardianes comenzó una charla diaria, en la que los primeros propusieron a quienes nos daban escolta la venta de Civantos en 1500 pesetas.
El teniente Civantos, que habla algo el chelja se estaba enterando, lo mismo que Rueda, el intérprete, de aquella conversación, tan interesante para él. La discusión, lejos de decaer, se hacía más sostenida, y momento hubo en que yo temí que los moros, a cuya custodia íbamos, accedieran a las proposiciones de los kabileños, que llegaron a ofrecerles 500 pesetas más.
Mientras entre unos y otros se celebraban estos tratos, los prisioneros creíamos morirnos de calor y de sed, porque el sol nos quemaba implacable y la falta de agua era para nosotros mortificación insufrible.
Las aguas del río maldito y la sangre española
Por último, y aún cuando los compradores aumentaban considerablemente el precio, recibieron la más rotunda negativa, y así, víctimas de las inclemencias del sol africano y creyéndonos morir de sed, con la rabia y el dolor de vernos entre aquellos salvajes, a merced de su codicia o de su bárbara y cruel condición, así, llegamos hasta el Kert, donde, en un descanso a la sombra de unos árboles, saciamos el ansia de agua que teníamos, sin reparar en la pésima calidad de aquellas malditas aguas.
Las fieras que nos vigilaban, no contentos con vernos sufrir físicamente, tuvieron La bárbara satisfacción de decirnos, cuando bebíamos las aguas del Kert:
—¡Beber; beber mucho! ¡Aún tener sangre de tus hermanos! [7]
LA TRISTE CAMINATA
Los tormentos del cansancio y la sed
Continuamos la marcha hacia el zoco de Bu-Hermana, teniendo que atravesar en nuestro camino una inacabable serie de e enormes barrancos, y sin encontrar una sola gota de agua que nos pudiera servir para engañar la sed devoradora que padecíamos.
Lo penoso de la caminata, nuestra fatiga física, el sol que nos martirizaba, la preocupación, todo hacía insoportable aquel andar y andar.
Nuestros guardianes, cuando les interrogábamos, nos decían : «Faltar poco para encontrar agua, faltar poco para encontrar agua, aligerar.» Y, efectivamente, a las seis y media llegamos a Bu-Hermana, sin haber comido nada ni bebido una triste gota de líquido.
En Bu-Hermana había una gran guardia, que nos recibió con grandes gritos de alegría, y después de satisfacer nuestra sed, nos proporcionaron descanso. Un moro conocido del teniente Vivancos nos invitó a tomar el té. Todo esto nos hizo creer que aquello sería el final de la jornada y que nos darían alojamiento en alguna de las muchas casas que habla alrededor; pero con gran sorpresa nuestra, recibimos de los guardianes la orden de continuar, alegando que allí se habían negado a facilitarnos albergue, aunque la realidad era que los moros que nos escoltaban estaban como gallo en corral ajeno y que les producían verdadero pánico los Beni-Said.
Reanudada la marcha, ésta se hizo penosísima, porque en el rato que habíamos descansado se nos enfriaron los pies, y ello daba lugar a que cuando echamos a andar, fuese haciendo las más grotescas y lamentables contorsiones. Pero, como toda reflexión era inútil con aquellos bárbaros, continuamos el camino, entre barrancos, hasta llegar a una casa donde los moros que nos escoltaban comenzaron a discutir, aprovechando nosotros su disputa para indicarles que teníamos hambre. Preocupados los moros con su controversia, nos dijeron podíamos comer, y siguieron charlando acaloradamente.
La gente de la casa se enfadó; pero, a pesar de ello, los morillos nos trajeron cuchillos y escobas y empezó un banquete de higos chumbos como no creo que se repita en el mundo, por la enorme Cantidad de higos que nos comimos.
Lo que no logramos fue que nos dieran alojamiento, ni siquiera agua, y de nuevo se reanudó la caravana, hasta que ya anochecido, llegamos a un barranco, y nos dijeron: «Aquí es».
Nos tiramos, más bien que nos sentamos, en el suelo, dando gracias a Dios de que, al fin, podíamos descansar; pero otra vez salieron los guardianes y gritaron: «Más arriba».
¡Aquello fue horroroso! Ayudándonos los unos a los otros, pudimos llegar al alojamiento indicado; pero ¡en qué situación! Rotos, destrozados, con las gargantas secas, con una fatiga espantosa, sin alma para nada.
Todo el mundo se había negado a darnos hospitalidad, y precisamente al que nos alojó le habían matado un hermano suyo en el Zoco-el-Had.
Se nos asignó una habitación pequeñita y en ella instalamos, primero, a los enfermos, y después, cada uno de nosotros buscó el mejor y más gustoso acomodo.
Allí nos dieron de comer, consistiendo el menú en un pan y un huevo duro, cosas ambas que, a pesar del banquete de higos chumbos, desaparecieron como por ensalmo.
La guardia se acostó en la puerta, y nosotros, después de hacer los comentarios de rigor, nos dormimos a pierna suelta, descansando bastante bien de las fatigas de aquel día tan trabajoso.
Muy temprano, serían las tres de la madrugada, nos levantan y nos dan la orden de marcha.
¡Qué amanecer más triste!
Todos nosotros rogamos a nuestros conductores que, por cuanto quisieran, nos buscasen unas caballerías, pues nos era de todo punto imposible continuar andando en el estado en que nos hallábamos.
Los kabileños, tras de muchas súplicas, accedieron a buscar medios de locomoción; pero fuese porque no pusieran un verdadero empeño o porque, en realidad, no hubiese cabalgaduras, el hecho es que las gestiones resultaron estériles y que nadie nos quiso alquilar ni un miserable borriquillo.
Y volvimos a la marcha, esperando sólo que nos sacase de aquella dificultad la misericordia divina, ya que la humana había desaparecido de tan crueles tierras.
Lenta y trabajosamente seguimos atravesando las posiciones de Beni-Said, sorprendiéndonos mucho el que toldas ellas estuviesen intactas, el que los bárbaros kabíleños no destruyeran la obra de los españoles.
Nuestro paso cada vez era más premioso y nuestro cansancio más grande. En cambio, los guardianes con quienes caminábamos no hacían otra cosa que darnos prisa, porque querían llegar aquella misma noche a Annual.
Arrastrándonos, más que andando, bajamos al llano, y allí nos detuvimos en casa de un moro amigo de quienes nos escoltaban. En aquella casa comimos pan e higos chumbos, y a fuerza de muchos ruegos logramos que nos alquilaran unos borricos, haciéndoles valer a seis duros, a cobrar en la plaza.
Una alegría inmensa nos produjo sólo el pensar que el macizo montañoso que ante nuestros ojos se alzaba íbamos a atravesarlo montados en caballerías, dando así descanso a nuestros pobres cuerpos, que ya estaban destrozados por la terrible caminata. [8]
Las crueldades del asesino Amogar
Se nos quitan abrigos y relojes
El mes de Noviembre se presentó bastante feo, porque, además de no entregarnos con seguridad el correo, aislándonos de nuestras familias, desapareciendo con ello el grandísimo consuelo que para nosotros representaba el tener noticias de España, se dijo, recuerdo bien la fecha, el día 10, que se nos iba a quitar los relojes y las prendas de abrigo.
Tan monstruoso nos pareció esto, que muchos no dieron crédito a tales rumores; pero el día 12, a las nueve de la noche, se presentó el gran bandido de Amogar seguido de los demás forajidos que constituían la guardia, y exigió que le fuesen entregados todos los capotes y mantas de los oficiales.
Semejante enormidad, tan salvaje violación de las leyes de la guerra y de la humanidad, dio lugar a que la escena fuese en extremo desagradable y violenta, ya que no estábamos acostumbrados a que se nos hiciera víctimas de malos tratos, Hubo al principio alguna resistencia; pero en vista de la actitud de la guardia, que tenía orden de arrancarnos a viva fuerza la capotes si no los dábamos de buen grado, nos hizo resignarnos a entregarlos, bien convencidos de que nada bueno podíamos esperar de un jefe como Abd-el-Krim, que mandaba aquello y que en la tienda de la guardia aguardaba impaciente y curioso que sus secuaces cumpliesen tan infame misión.
A los cuatro días fue la escena aún más odiosa, porque nuestro cruel secuestrador dio orden de quitar todos los relojes que poseían los prisioneros, penetrando violentamente en la tienda de campaña y habitaciones donde estábamos tranquila y tristemente viendo cómo transcurrían las horas de nuestro cautiverio, y como aquellos salvajes sabían que los oficiales tenían reloj, a ellos se dirigieron. Algunos militares entregaron la alhaja de buena voluntad, pero la mayoría escondió los relojes, asegurando haberlos enviado a la isla.
De nada les valió esta estratagema, porque nuestros carceleros, envalentonados con lo que ocurriera cuando se nos quitaron los capotes, perdieron toda noción de respeto y exigieron, con fusil montado en mano, la entrega de los relojes.
Rabiosos, indignados, los prisioneros iban dando aquellos aparatos con que parecían, más que medir el tiempo pasado, calcular el que faltaba para la libertad. Algunos que guardaban en sus tapas retratos de amor, imágenes queridas, se despedían de aquello con indecible dolor.
El reloj del capitán Salto
El capitán Salto, que verdaderamente había enviado con Sidi Idris Baen el reloj a su casa, negaba, como era natural, que lo tuviese, y aunque llegaron a apuntarle con los fusiles, él sostuvo su negativa con tal firmeza, que la guardia, convencida de la verdad, se fue a la tienda donde estaba su digno jefe para darle cuenta de lo ocurrido.
Inmediatamente entró Amogar con los guardianes en donde se hallaba Salto, y, con muy malos modos, exclamó; «Salto, el reloj». «No lo tengo», contestó el capitán; y Amogar, con su cara de asesino que tan odiosa nos era a todos y que tantas veces la vimos contraída por las más bajas y salvajes pasiones, le dijo al militar; «Tú tener que morir».
A la mañana siguiente recibimos la orden de que en las tiendas de campaña no puede quedar nadie; todo el mundo tiene que dormir en las habitaciones, y así lo hicimos, quedando hacinados en aquellos cuartos, de escasa capacidad, de ninguna ventilación y en los que toda incomodidad, falta de higiene y porquería tenían asiento. Allí dormimos aquella noche bien ajenos a que tales lugares iban a ser en lo sucesivo nuestra prisión.
Encerrados con mis candados. En peligro de asfixia
Amogar, el maldito Amogar, me pide prestadas los candados que yo tengo en la caja de víveres y ropa, y esos candados sirvieron para encerrarnos durante dieciocho meses, que nos parecieron eternos.
Cuando llegó la noche, todos creímos que la puerta quedaría, como siempre, abierta; pero, lejos de ocurrir así, permaneció herméticamente cerrada.
¡No saben mis lectores lo que es eso!
Los primeros días pensábamos morir asfixia, pues nuestros pulmones, acostumbrados a respirar al aíre libre, no resistían un ambiente como aquél, en que le falta de ventilación, el hacinamiento de tantos hombres, hacían que a las doce de la noche la atmósfera pareciera sólida, el calor nos ahogaba, nos faltaba el aire, una mortal angustia se apoderaba de nosotros.
¡Qué ajenos estábamos de pensar que este suplicio iba a durar meses y meses y que a estas torturas se habían de sumar otras más terribles y dolorosas!
Un asesinato de Amogar
Sin novedad mayor transcurrieron los días hasta el 22, en que eran las once de la mañana y aún no se nos había abierto la puerta de nuestro encierro. De pronto se acercó un soldado y, muy rápido, nos dijo: «Anoche Amogar asesinó al capitán Salto».
No hay palabras con que pintar la emoción tan intensa que todos experimentamos, el dolor que nos produjo el crimen aquel tan feroz, tan injustificado, tan propio de gentes sin honor y sin sentimientos humanos.
Cuando nos abrieron la puerta y nos agrupamos en el patio, el general Navarro le preguntó a Amogar: «¿Dónde está el capitán Salto?»
Y aquella fiera incapaz de otra cosa que no sea el asesinato, el robo o la violencia, contestó al barón de Casa-Davalillos: «Anoche lo saqué del cuarto para hablar con él, quiso escaparse y tuve que matarle».
Fue un momento de tragedia. Todos estábamos espantados de lo que oíamos. Nuestros corazones parecían quererse escapar del pecho. Para contener nuestra rabia, nuestros deseos de venganza, fue preciso todo el horrible convencimiento de que nada podíamos, inermes, contra aquellas fieras armadas y prevenidas a todo evento.
D. Felipe Navarro, nuestro general, preguntó por Abd-el-Krim, y Amogar, el cruel, le contestó que desde el día antes estaba en el Guelaya.
En trance de ser fusilados
Nos hicieron formar, pasándonos lista; nos colocaron muy agrupados sobre un ángulo del patio, y era tal el lujo de kabileños que allí había con fusiles y en sus rostros, muy principalmente en el de Amogar, se advertía tan siniestra expresión, que cuando me pasaron lista a mí y crucé por delante del general, que estaba fuera de fila, oí al barón de Caso-Davalillos que decía: «Así, muy agrupados, para terminar más pronto».
¡Qué momento tan solemne! ¡Qué instantes tan decisivos y crueles!
Desde que pasó lista el último hasta que nos dijeron que podíamos hacer el almuerzo, todos pensábamos que aquellos minutos eran los últimos de nuestra vida, que íbamos a ser fusilados, que con nosotros se iban a repetir las espantosas matanzas de Nador, Zeluán, Segangan, Monte Arruit...
¡Verdaderos cautivos!
A partir de entonces, de aquel día horrible del 22 de Noviembre, se acabaron todas las consideraciones, ya no éramos prisioneros de guerra, habíamos perdido la condición de vencidos, a quienes el triunfador custodia respetuosamente; éramos cautivos, los cautivos de unos crueles salvajes.
Y amontonados en malolientes y sucias habitaciones permanecíamos horas y horas, hasta que a las once de la mañana nos abrían, para volver a encerrarnos a las tres de la tarde, y en ese espacio de tiempo teníamos que hacer el almuerzo, y comer, y respirar, y dar al cuerpo todas aquellas expansiones y cuidados que tantas horas y respetos precisan.
FERNANDO JIMENEZ PAJARERO"[9]
[6] 1923 02 18 - La Libertad (Madrid. 1919). Año V nº 1004 pag 2
[7] 1923 02 21 - La Libertad (Madrid. 1919). Año V nº 1006 pag 2
[8] 1923 02 23 - La Libertad (Madrid. 1919). Año V nº 1008 pag 2
[9]1923 02 28 - La Libertad (Madrid. 1919). Año V pag 2
Las fotografías no se corresponden con el artículo publicado en dicho periódico. Proceden de:
- Revista Mundo Gráfico.
-ABC
- http://altorres.synology.me/guerras/1921_annual/02_10_arruit.htm
Las fotografías no se corresponden con el artículo publicado en dicho periódico. Proceden de:
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-ABC
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