sábado, 15 de enero de 2022

Juan Perales León, anarquista (IV)




      La militancia política nunca la abandoné. Aún hoy, viejo y cansado, la mantengo. Recibíamos propaganda e incluso organizamos un plenario en Jaén. Teníamos un enlace, que era una mujer mucho mayor que nosotros. Una de las veces, vino un delegado de la CNT desde Sevilla a un plenario, que celebramos en Jaén. En mi caso y aprovechando mi actividad de vendedor de cuadros, permitía mayor facilidad para las reuniones y demás. Una noche cogí el tren hacia Jaén. Tenía la dirección de la calle donde se iba a celebrar la reunión. Era una casa de vecinos. Habíamos fingido que el que vivía allí estaba enfermo y el resto acudíamos a visitarle. Nos reunimos en torno a quince compañeros con el delegado que venía desde Sevilla. Luego, como delegado, los acuerdos los comunicaba al resto de los compañeros. Estábamos todos, socialistas, anarquistas, organizados contra el fascismo. 

       A la aldea llegó un maestro de escuela. Le decían Kirico de la Cruz Martínez. Se introdujo en nuestro grupo y nos traía propaganda de la CNT desde Granada. Su valentía y el hecho de que la propaganda viniera desde Granada y no desde Jaén, que era lo habitual, levantó algunas sospechas de que pudiera ser un infiltrado. Yo les advertí que tuvieran mucho cuidado. También a mí me parecía extraño. Me temía que podría ser una trampa como así finalmente fue. Yo les pedí que a mí ni me nombraran en una reunión que iban a celebrar. Mientras celebraban la reunión, llegaron un montón de guardias civiles. Cayeron todos en la redada y al cuartel de la Guardia Civil. Allí les dieron una de  palos impresionante, hicieron con ellos barbaridades. Uno de ellos, Pepe se llamaba, tenía la piel pegada a la camisa de lo que le hicieron. A otro que era socialista, un hombre alto, fuerte, de campo, tranquilo, de esos hombres que no se alteran por nada, se llamaba Manuel Molina. Lo cogieron y le amarraron los brazos atrás y con una cuerda amarrada en las esposas a una garrocha, tiraban de él y lo subían. Le doblaban los brazos hacia arriba con lo que pesaba y veían que no aguantaba más, lo bajaban otra vez. Le echaban unos cuantos cubos de agua, lo reanimaban y vuelta a empezar. Este fue el que me denunció a mí, a otro muchacho que había allí, que era republicano, y a la mujer que teníamos nosotros de enlace. Así, a los tres o cuatro días apareció la Guardia Civil. Yo estaba almorzando y vi llegar a Hilario, que así se llamaba uno de los guardias civiles. Recuerdo que comía una manzana. Me dijeron que les acompañara, que tenían que hacerme unas preguntas. Y me llevaron allí al cuartel de la Guardia Civil en Alcaudete. Me hicieron perrerías. Procuraba siempre proteger mi cara y mi boca. Me dieron palos por todas partes. Yo gritaba para que se me escuchara desde la calle y dejaran de pegarme. El cuartel estaba junto a la plaza de abastos. Me preguntaban sobre la organización. Me mantuve en la negativa de que no sabía nada. Ignoraba que el otro ya había confesado. 

      Del cuartel pasé nuevamente a la cárcel. Me incomunicaron en una celda. Podía ver las otras celdas del piso de arriba y que en una de ellas estaba la mujer que nosotros teníamos de enlace. Sabía que no estaba solo, había también otro muchacho. Estuve allí unos días y luego nos trasladaron a Jaén. Era el 2 de Julio del 45. Nos metieron unos quince días en celdas, aislados, como prevención de los posibles contagios. Tenía todo el cuerpo lleno de moratones, como si fueran habichuelas pintas. Ya en el patio contacté con los otros presos y me contaron lo que había pasado y lo que les habían hecho a ellos. El que me había delatado quería hacer una declaración jurada diciendo que yo no era responsable. Lo vi en la cárcel. Siguió siendo muy amigo mío. 

       Cuando nos tomaron declaración, mantuve lo mismo que en el cuartel. Lo había negado todo. Y repetí como respuesta a cada pregunta «me ratifico en lo declarado ante la Guardia Civil». Me pidieron que firmara una declaración en la que se me acusaba de ser el responsable y cabecilla de todo. Me negué a firmar. Con la pluma en la mano me dirigí hacia una ventana con la intención de que pensaran que me iba a tirar. Surtió efecto, porque me agarraron y admitieron que firmara lo que había declarado. Creo que pensaron que me hubiera tirado de verdad y se convencieron que decía la verdad. De no haber sido así, probablemente me hubieran fusilado. La acusación era muy grave. 

      En el consejo de guerra, recuerdo que dije que el tribunal tuviera en cuenta que era de Alcalá de los Gazules, de la provincia de Cádiz, que allí siempre había existido la CNT, que nunca había pertenecido el partido comunista. En Alcaudete, donde residía, la CNT no había existido nunca, todos eran socialistas y comunistas y demás, pero la CNT nunca; entonces, argumentaba yo al tribunal que cómo era posible que un individuo que pertenecía a la CNT fuera a recibir a un delegado de la CNT, si allí, en Alcaudete, no existía. Esa fue mi defensa. Aporté además una declaración jurada del muchacho que me había denunciado, donde decía que lo había declarado bajo tortura. Pensé que me iba en libertad, pero al ser reincidente, no pudo ser. Me condenaron a un año de prisión por asociación y propaganda ilegal. Salí en libertad el 23 de noviembre de 1947. Había cumplido dos años, cuatro meses y un día. Me acumularon parte de la anterior condena. Y porque, según dijeron se había perdido el testimonio de condena. 

      Recordaré siempre cuando me trasladaron a la cárcel de Guadalajara. Lo hicimos en un tren escoltados por la guardia civil. Un tren cochinero, donde transportaban ganado. Nos llevaron amarrados con alambres y argollas, como si fuéramos animales. Cuando llegábamos a alguna estación, escuchábamos cómo se referían a nosotros: «un vagón de rojos». En las estaciones, el trato de las gentes no era malo, todo lo contrario. A las mujeres no las dejaban acercarse. Seguramente nos hubieran dado agua o algo de comida. Llegamos a Madrid, creo que a la cárcel de Carabanchel, y estuvimos allí como de transeúntes. No sabíamos dónde íbamos. 

       Guadalajara era un penal viejo, mucho peor que Jaén. Por la mañana, diana, y al patio. Había presos por todos lados, por todas las galerías. El patio estaba lleno de nieve. Siempre con mucho frío. No nos dejaban salir con las mantas. Teníamos que estar con el traje de penado, de tela gris de mala calidad, con gorro incluido. Estábamos en el patio desde por la mañana. Solo podías pasear, tuvieras o no ganas o fuerzas. El frío no permitía que estuvieras sentado o tumbado. Escribí a unos primos en Cádiz, algunos de ellos eran zapateros, pidiéndoles que me mandaran unos zapatos, porque pasaba mucho frío con las alpargatas. No me contestaron. Muchas veces me he preguntado el porqué. Nunca les pregunté. Mezquindad, miedo. No lo sé. 

      Desde el penal, salían expediciones para trabajar. Todos los presos querían salir, porque reducía la pena y porque salir de allí ayudaba a que el tiempo fuera más rápido. También era mejor la comida. En el penal pasábamos hambre. Muchas veces pensé hasta en los huesos de las aceitunas, aun teniendo la boca como la tenía. Muchas de las expediciones iban para Cuelgamuros. Allí iban sobre todo los condenados a muerte. Los trabajos eran más peligrosos. A mí nunca me admitieron por el tiro en la boca. 

      El trato era normal. Si te mandaban al patio, no podías cuestionarlo porque entonces venía el castigo. Tenías que doblegarte a todo lo que los funcionarios ordenasen. No había otra alternativa. Llegó un momento en que la comida era muy mala y muy escasa. Ni se podía comer. Hicimos la primera huelga de hambre que hubo dentro de las prisiones. Poco a poco fue tomando fuerzas, hasta que una noche nos pusieron de comer unas gachas de harina con altramuces, muy amargas, con muy poco aceite y de postre, nunca nos daban postre, unos higos pasados secos. Aquello no se podía comer. La decisión se tomó aquella misma noche. A la mañana siguiente, ante el reparto, no pusimos los platos, pasando de largo. El oficial que estaba allí presente no dijo nada. Cerró la puerta y nos quedamos en el patio incomunicados. Luego bajó el director de la cárcel, que nos dio una pequeña charla. Nombramos un portavoz y el plan era que la comida no se podía comer. Estuvimos ocho días. Por la mañana, nos ofrecían el café, pero nadie lo cogía. Igual con el almuerzo y la cena. Cuando llevábamos seis o siete días, te machaca el hambre. Se puede resistir. Perdí peso, me quedé aún más delgado, más demacrado. La piel se oscurece, como la de los gitanos. Me acordaba del color de la cara del Santo Entierro de Alcalá. Frecuentemente, me venía a la memoria. Al octavo día se solucionó. Prometieron que tanto el trato como la comida mejorarían. Para ir haciendo estómago, nos dieron agua con arroz y nos incomunicaron en las celdas. Prácticamente, al poco tiempo, todo seguía igual. Los funcionarios se llevaban parte de las raciones que nos correspondían. Incluso incomunicados, nos empezamos a comunicar. En un principio, a través de los váteres, situados en cada una de las celdas. Limpios y sin agua, permitían la comunicación entre una celda y la siguiente. Pero necesitábamos utilizarlos para nuestras necesidades. Así que tuvimos que inventarnos otro método. Con un alambre gordo empezamos calando de un tabique a otro. Con mucha paciencia hicimos un pequeño agujero que nos permitía meter y pasarnos papeles enrollados como cigarros en los que escribíamos nuestros mensajes. Los petates puestos sobre la pared, cubrían los huecos. De celda a celda, la comunicación era completa. También tapábamos los agujeros con migas de pan y el caliche de la pared. Había también otros procedimientos que incluso se han visto en algunas películas. 



      Salí en libertad una mañana. Tenía muy poco dinero. Me fui a la estación. Tenía la dirección de nuevos compañeros de Madrid. Estaba deseando que llegara el tren para marcharme. Estando cerca ya de Madrid, se me presentó una señora de unos cincuenta años, que entabló conversación conmigo, preguntándome de dónde venía y demás. Desconfiado, mis respuestas fueron secas y esquivas. Después llegó un joven, que también entabló conversación. Era grueso y fuerte. Desde el principio, sospeché de él. Tanto la mujer como el joven extrañamente se mostraban solidarios conmigo e intentaban que les diera datos. Incluso la mujer, me ofreció su casa para que me quedara aquella noche. Finalmente, le dije que lo que quería era llegar a mi casa y coger el tren de Andalucía lo más pronto que pudiera. Me vine directo para donde estaba mi mujer. Llegué a Cádiz y cogí el correo para Alcalá. A la gente no la conocía. Habían pasado ya doce años desde que marché. Creo que algunos de los que iban en el correo me reconocieron, pero evitaron el contacto. Yo venía de la cárcel y era un rojo. Me estaban esperando mi madre y Manuela. Fue muy emotivo: besos, abrazos. Algunos familiares vinieron a saludarme a la casa. Otros, conocidos de antes, incluso de derechas, no me negaron el saludo. Alberto o el propio Chiquito, el zapatero, que era falangista y muy buena persona, su hermano también vino a verme. Sin embargo, la gente de izquierdas, amigos míos, me rehuían. Seguramente sería por el miedo. Yo con el único que me paseaba era con tu padre. 

      Mi dificultad para comer masticando me complicaba el poder aceptar algunos trabajos. Tenía que trabajar. Tenía que hacer algo. Me había quedado sin nada. Yo mantenía el contacto con la casa cuando estuve vendiendo cuadros en Alcaudete. Les escribí y les conté lo que me había pasado, que yo era un preso político, que no era un preso común. Tenía una ampliación de una foto de cuando yo era soldado. Estuve mirando y viendo las opciones de dedicarme nuevamente a la venta de los cuadros. La Moma, que iba vendiendo ropa por los campos de alrededor, tenía muy buenos conocimientos y era muy conocida. En los primeros días la acompañaba, me sentía protegido y me ayudaba a que la gente me recibiera sin temores. Llevaba cafés y cuatro cosillas de esas que la gente necesita. Iba, además, con mis cuadros. Ofrecía las ampliaciones y así pude ir defendiéndome e iniciando lo que luego sería «La Joya». 

Ésta es mi historia. 


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