Ismael Almagro Montes de Oca
En 1912 se creaba el Protectorado español de Marruecos, iniciándose una campaña militar a partir de 1920 para pacificar la zona del Rif, que se preveía iba a resultar fácil. Sin embargo, nadie esperaba la feroz resistencia que las tribus kabileñas, comandadas por Abd-el-Krim, opusieron a las autoridades españolas.
Entre el 17 de julio de 1921 y el 9 de agosto, las fuerzas rifeñas atacaron las posiciones españolas, acabando con la caída de Annual, uno de los mayores desastres militares de España, en el que perdieron la vida unos 8000 soldados españoles, mientras que muchos otros fueron hechos prisioneros. Este es el caso de un paisano nuestro, Fernando Jiménez Pajarero.
Aunque nacido en Algodonales, pasó su infancia y juventud en nuestra localidad. Tras los estudios universitarios, se casó y pasó a Marruecos trabajando para la Compañía Colonizadora, donde se vio sorprendido por las revueltas de los rifeños de 1921. Vivió el desastre de Annual en primera persona, ya que fue hecho prisionero tras la rendición de los españoles, a pesar de ser personal civil y no militar, viéndose sometido a un cautiverio que duraría nada más y nada menos que ¡dieciocho meses! De su liberación, ya dimos cuenta en este blog, al hablar de la guerra de Marruecos: http://historiadealcaladelosgazules.blogspot.com/2018/08/la-guerra-de-marruecos-y-la-cruz-de-los.html
Precisamente, tras ser puesto en libertad, dejó escrita la odisea sufrida en su cautiverio, en forma de Memorias, que serían publicadas por el periódico LA LIBERTAD a partir de febrero de 1923 en varias entregas.
A pesar de no ser estrictamente HISTORIA DE ALCALA, creo que merece la pena recordar todas las peripecias y penurias que tuvo que sufrir nuestro paisano, pues son una fuente de primerísima mano para conocer una parte importante de la Historia de nuestro país.
“DE MARRUECOS
MEMORIAS DE UN CAUTIVO
En el camino de la tragedia
Cómo y por qué publico mis Memorias
Imperativos de la amistad me obligan a acceder a los deseos del ilustre director de LA LIBERTAD, D. Luis de Oteyza, a quien hube de conocer en los días crueles de mi cautiverio, cuando el bravo y generoso periodista realizaba la hazaña de ir a buscar en el campo enemigo aquellas noticias que de otro modo jamás se podían conseguir, y al propio tiempo confortaba con su presencia y ánimo varoniles el espíritu deprimido y pesimista de quienes con los horrores de la prisión sufríamos las amarguras del vencimiento, la tristeza de creernos abandonados, la seguridad de un porvenir fatal, mientras, uno tras otro, íbamos cayendo, víctimas de los malos tratos, de las enfermedades y de la desesperación, que no perdona...
Mi modestia, por una parte; el justificadísimo temor, por otra, de causar daños con mis declaraciones; un natural encogimiento del ánimo, me han hecho vacilar un punto en la ejecución de una promesa, a la que, al fin, comprendo que debo hacer honor.
Y así, me decido, cariñosamente acuciado por mis amigos, a publicar mis Memorias en LA LIBERTAD, ese gran diario madrileño que con tanto ardimiento y patriotismo ha seguido la campaña de Marruecos, con procedimientos y arrestos dignos de su fama e importancia.
Serán mis Memorias los recuerdos de un cautivo, sin otro alcance ni transcendencia. Procuraré en todo momento ser el fiel trasunto de la realidad.
Habrá ocasiones en que mis apreciaciones, mis puntos de vista sean erróneos, podré equivocarme al juzgar hechos o plantear problemas; pero el relato jamás, jamás se apartará un ápice de la verdad ni podrá nadie desmentir una sola de mis afirmaciones, porque todo he de sacrificarlo a la exactitud, y cuanto me ha ocurrido en el año y medio de cautiverio, cuanto he presenciado de Junio de 1921 acá, lo tengo grabado en el alma de manera imborrable.
Quién soy y mi situación en África
Quiere Oteyza, y yo defiero a su amable mandato, que tengan estas Memorias carácter personalísimo, y en ellas, día por día, cuente los trabajos e incidentes de que yo, con los demás cautivos, hemos sido protagonistas en la gran tragedia de Marruecos, y para ello, como si de una autobiografía se tratase, comenzaré por decir quién y de dónde soy, y cómo y por qué me hube de mezclar en los asuntos africanos.
Yo nací en Algodonales, un pequeño pueblecito de la provincia de Cádiz, y mis primeros años transcurrieron en Alcalá de los Gazules, donde viví hasta que, para mi educación, me trasladaron a Cádiz. En esta población estuve siete años, y en ella estudié la carrera de profesor mercantil.
Anotación de Fernando Jiménez Pajarero residiendo en la calle Alonso Cárdeno (actual Galán Caballero) en el Padrón de 1901 (Archivo Municipal Alcalá de los Gazules) |
Ya casado, el año 1916 marché a Melilla, ingresando al servicio de la Compañía de Minas del Rif como jefe de Cultivos de la Granja Agrícola, asignándome como residencia Monte Arruit.
La importancia de los cuantiosos intereses que a mi cargo había puesto la Compañía Colonizadora absorbía por completo mi vida, y fue causa y ocasión de que mi constante trato con españoles y con indígenas aguzaran mi espíritu observador, haciéndome ver, con claridad no muy generalizada, el problema de España en Marruecos.
Fueron también mi continuo contacto con los moros y el cargo que desempeñaba lo que me facilitó conocimientos, siquiera pequeños, de árabe, e infinidad de amistades, a los que indudablemente debo la vida.
El levantamiento se anuncia
No he de entrar en consideraciones acerca del estado de nuestra política en África en épocas anteriores al desastre, porque ello alargaría excesivamente el trabajo, defraudando así la curiosidad del lector y hasta desvirtuando el carácter de estas Memorias; pero sí he de manifestar que ya desde el mes de Abril de 1921 se notaba en Monte Arruit un malestar extraño entre los moros del campo, y aun se decía que muy pronto vendrían moros de lejanas cabilas a tomar el té con los Guelaia.
Y este desasosiego y estos rumores no eran sólo en Monte Arruit, sino que en la misma Melilla lo sabía todo él mundo y únicamente podían ignorarlo quienes, por torpeza o de propio intento, permanecían en el marasmo de la indiferencia.
Y no sólo se conocía el malestar de los indígenas, sino que para nadie era un secreto que Abd-el-Krim estaba formando una fuerte jarka, que las indómitas y temibles kábilas rifeñas poseían armas y elementos de lucha, que los jefes hacían una propaganda intensísima y descarada contra España, y hasta se afirmaba que el comandante general recibiera muchas y reiteradas confidencias de lo que entre los rebeldes se concertaba, y que él hubo de despreciar, aunque semejante desdén le costase pocos meses más tarde la vida.
En tal estado las cosas, llegó el mes de Junio y en él tuvo efecto la triste derrota de Abarrán, dolorosa confirmación de todos aquellos rumores, ratificación amarga y cruel de una nueva línea de conducta de los moros, que se rebelaban contra España.
Ni aun esta lección fue suficiente, considerándola muchos como una simple incidencia de la política colonizadora, como un tropiezo sin importancia.
Los indígenas, por el contrario, dieron al zarpazo de Abarran todo su valor, y ya no se limitaron a mostrarse descontentos, sino que afirmaban con insolencia que los rifeños nos iban a dar una paliza.
No cayeron en saco roto para mí todas estas advertencias, y por un certero instinto, adelanté el viaje de mi familia a España, con precipitación que sorprendió a los míos, y a la que no cabe duda que se debe el que poco después no cayeran envueltos en la catástrofe. Era mi costumbre de todos los años el enviar a mi gente a que pasasen el verano en mi hermosa tierra andaluza; pero aquel año yo tenía el presentimiento de una gran desgracia, y así lo demuestran las cartas que por aquella fecha escribía a un cuñado mío, residente en España, participándole mis temores de un terrible descalabro en visita del levantisco espíritu que advertía en los moros del campo y su sospechosa conducta.
De todo el mundo era conocido, al llegar el fatal golpe de Igueriben, que la jarka enemiga era poderosísima y que no había posibilidad de llevar víveres y municiones a los soldados que estaban empeñados en tan espantosa aventura.
Estalla la catástrofe
No he de detenerme ni insistir en los avisos desesperados del general Fernández Silvestre al general Berenguer, en sus angustiosas peticiones de socorro, tan inútilmente esperado, porque, según me voy enterando, se ha escrito mucho, incluso libros, acerca de este punto, cuya importancia es capital para la inaplazable cuestión dé las responsabilidades.
El día 22 de Julio, después de haber pasado la jarka amiga de Monte Arruit para Batel, marché yo a las Granjas de Messera-el-Melh» y de Saf-Sat para inspeccionar los servicios de la Compañía Colonizadora, en atención de estar entonces en pleno período de la recolección y ser cuantiosísimos los intereses que ello suponía.
Realizada mi visita, pernocté en la Granja de Messera-el-Melha, y el día 23 salí a caballo en dirección, de Monte Arruit, en compañía de mi ordenanza moro, Mohamed-el-Balik.
Al pasar por el Zaio, un paisano me informó del suicidio del valeroso e infortunado, general Fernández Silvestre, comunicándome al propio tiempo que acababa de llegar Sánchez Noé, capitán de la Policía indígena.
Amigo y paisano—Sánchez Noé había nacido en San Fernando—, me apresuré a entrevistarme con él, y el bravo capitán, que más tarde había de morir en la toma de Nador, me confirmó la fatal noticia de la retirada y la de que había muerto, nada me dijo de suicidio, el comandante general de Melilla.
Pregunté al citado militar sí verdaderamente era peligroso mi viaje a Monte Arruit, y el capitán me dijo que él no consideraba la cosa tan grave como algunos creían, aunque desde luego estaba seguro de que al día siguiente tendríamos a Arruit como campamento avanzado, dada la pujanza de los rebeldes y el desconcierto los nuestros.
Estas seguridades del capitán y la consideración de los intereses puestas a mi cargo, por valor de más de dos millones de pesetas, me decidieron a lo que estimaba cumplimiento de mi deber, y, al galope tendido, salimos Mohamed-el-Balik y yo para defender lo que la Compañía Colonizadora confiase a mi custodia.
Al llegar a Sidi Sadik me di cuenta exacta de toda la magnitud del desastre, mucho más grave aún de lo supuesto por Sánchez Noé, porque vi llegar en larga, triste y vergonzosa caravana a la Policía indígena, llevando unos cuatro fusiles, otros conduciendo al hombro seis y más armas.
Traté de hablar a las fuerzas indígenas; pero éstas, hoscas y ceñudas, se negaron en absoluto a decirme nada, y en vista de ello y a pesar de las protestas de mi ordenanza, que se negaba a seguir la marcha, continué mí cabalgada hasta llegar, ya muerto el día, a las inmediaciones de las posiciones de Monte Arruit.
De Monte Arruit a Zeluán
Los lugares aquellos ofrecían un aspecto pavoroso: las tropas de la Policía indígena se habían sublevado, haciendo causa común con los rebeldes y se disponían a atacar a los españoles.
Aprovechando mis conocimientos del idioma, y más aún mis amistades con casi todos ellos, muchos de los cuales me debían favores y atenciones, les dije que deseaba entrar en el poblado, a lo que se negaron resueltamente, aconsejándome que marchase con toda prisa a Melilla, pues peligraba mi vida.
La deserción de mi ordenanza, que se unió a los sublevados, el verme solo y la leal advertencia del enemigo, me resolvieron a seguir el consejo e ir a buscar refugio en la plaza.
A campo traviesa galopé para salir a la carretera de Monte Arruit a Zeluán, y cuando llegué a ella un nuevo y mas desolador espectáculo se ofreció a mis ojos.
La carretera estaba sembrada de cadáveres de soldados, de caballos muertos de fatiga, de heridos que atronaban el espacio con sus alaridos de dolor o que se morían, quejándose débilmente. Por todas partes se veían fusiles rotos, machetes, sables, rendas de uniforme abandonadas en una fuga enloquecedora. A veces, cruzaban fugitivos en carrera desenfrenada, otros se arrastraban lentamente, dejando un rastro de sangre en el camino... Despavoridos, inermes, con ojos de loco, algún que otro español huía de los poblados en trágico éxodo.
¡Qué anochecer más espantoso aquél del día 23!
Un automóvil militar se paró en aquellos lugares, fueron metidos en él doce o catorce soldados de los que estaban más graves y, abarrotado de carne humana, de vencidos, salió en vertiginosa carrera el auto.
Con el alma destrozada seguí mi camino; pero pronto interrumpí mi viaje al ver a un pobre soldado, completamente deshecho, que apenas podía moverse, porque desde el día anterior, que saliera de Annual, no se había detenido.
Se me partía el alma viendo al desventurado, y, apeándome del caballo, monté al infeliz fugitivo y así anduvimos cuatro kilómetros inacabables. La casualidad hizo que uno de los muchos caballos sin jinete que por allí cruzaban desbocado se acercara al nuestro y pude apoderarme de él, dejando al soldado que fuese en busca de sus compañeros, y yo proseguí camino de Melilla.
Las sombras de la noche, la visión dantesca de la desbandada de una vanguardia de ejército, sin moral, rotos, desnudos, empavorecidos los soldados, sin ánimos ni fuerza moral los jefes y oficiales, son recuerdos de tal fuerza, que nunca podrán desaparecer de mi imaginación por mucho tiempo que viva.
Al pasar por Zeluán, vi el poblado completamente abandonarlo, y unos carreros que encontré en mí camino y a quienes interrogué, preguntándoles que a dónde iban, me dijeron que habían oído muchos tiros en dirección de Nador y que, en vista de esto, habían resuelto buscar refugio en la Alcazaba, a cuyo punto encaminaban sus pases.
Estas noticias tan pesimistas, el haberme quedado sin caballo, pues mi cabalgadura no podía moverse de cansancio y el estimar muy prudente la conducta de los carreros, me impulsaron a seguir con ellos.
En la Alcazaba de Zeluán
Ya en la Alcazaba, donde entramos completamente de noche, vi al Capitán Carrasco, que, como el más antiguo de los capitanes, había tomado el mando de dos escuadrones de caballería de Alcántara y de las fuerzas dispersas que de varias Armas y Cuerpos iban llegando de algunas de las abandonadas posiciones.
El capitán de la Policía indígena Carrasco me confirmó las noticias que antes me dieran los carreros, informándome muy al pormenor de lo ocurrido y no ocultándome la gravedad de las circunstancias.
Creí un deber de conciencia el ponerme a su disposición, y así lo hice, aceptando mi ofrecimiento el capitán, que me dio el mando de 21 soldados para defender el parapeto que da frente al cementerio de Zeluán, en vista de que los moros avanzaban hacia la Alcazaba.
Todo el mundo se lanzó a los parapetos, dispuesto a rechazar el ataque de los rebeldes.
A las doce de la noche vi llegar a las inmediaciones de la posición unos 500 o 600 hombres de distintas Armas. Unos a píe, otros en mulos o caballos, y todos mostrando el espanto en sus rostros y dando aullidos por el dolor de sus heridas.
Entre ellos iban varios oficiales, que venían disparando sus armas a diestro y siniestro, sin apuntar, como enloquecidos.
Los soldados que iban delante gritaban: «¡Hermanos míos, no tirar, que somos españoles!» y, en la negrura de la noche, los disparos, las imprecaciones, los ayes de los moribundos y los angustiosos gritos de los heridos llenaban de horror a los que atónitos contemplábamos tan siniestro cuadro.
Aquellos hombres, en tropel fugitivo, quisieron entrar en la Alcazaba, y el capitán Carrasco, con tanta entereza como dolor, dijo a los oficiales que las tropas que guarnecían la Alcazaba de Zeluán tenían mucha moral y él no podía consentir que entrase aquel grupo para contagiarles el miedo y el deshonor.
En vista de la firme actitud del capitán, la acobardada tropa siguió su camino, sembrándolo de cadáveres y de vergüenza. Yo tuve un momento de vacilación y pensé incorporarme a ellos para llegar a Melilla; pero, en vista del estado en que iban, desistí de mi propósito, pues aquellos desgraciados, si hubiese sonado un tiro contra ellos, se hubiesen deshecho los unos a los otros.
Se organiza la defensa
Y volví a la Alcazaba, donde se adoptaban toda suerte de precauciones; y merced a las medidas tomadas por Dalias, teniente de las fuerzas Regulares de Melilla, y Fernández, teniente de la Policía indígena, en el poblado de Zeluán pudieron reunirse víveres y otros elementos en grandes proporciones.
Aquella misma noche del 23 se recibió un telegrama de Melilla anunciando que al día siguiente llegarían ametralladoras y fuerzas del regimienta de Ceriñola.
Esta alegre esperanza fue contrarrestada con los indicios de una inmediata sublevación de las fuerzas Regulares, lo que obligó a tomar graves medidas en previsión de posibles contingencias, que no se hicieron esperar, pues en las primeras horas de la madrugada del día 24 estalló el movimiento. Los sublevados mataron a un suboficial y a varios sargentos, entablándose una feroz lucha, en que los españoles consiguieron desalojar a los Regulares del sitio donde se encontraban y recluirlos en las cuadras, donde permanecieran refugiados hasta el amanecer del día 24, en que unos 40, con dos oficiales moros, saltaron el parapeto, perseguidos a tiros por los nuestros, que desde el parapeto superior de la Alcazaba hicieron en ellas tal mortandad que apenas si escaparon con vida los oficiales y algún que otro soldado moro.
Al amanecer, formó Carrasco a los Regulares y les dijo a los oficiales que el soldado que no inspirase absoluta confianza fuese desarmado y encerrado en el calabozo, y que con el resto de las fuerzas se formase un escuadrón, cuyo mando confiaba al capitán Margallo y al teniente Tomaseti, con orden de salir inmediatamente para Melilla.
Fue ésta una buena medida de Carrasco encaminada, no sólo a alejar de Zeluán unas fuerzas de lealtad más que sospechosa y cuya finalidad era la de hacer llegar a la plaza noticias ciertas de la situación dificilísima en que se encontraban los españoles refugiados en la Alcazaba de Zeluán.
Los Regulares que seguían las órdenes de Margallo y de Tomaseti cruzaron las huertas de Zeluán, sufriendo bajas espantosas; pero, al fin y tras de grandes trabajos, entraron en Mejilla, llevando allí la triste nueva del asedio.
Y, en tanto, Carrasco, después de montar muy bien todos los servicios y de ordenar a los oficiales de Regulares que allí quedaron el más exquisito cuidado y vigilancia de 40 o 50 mujeres y niños moros allí refugiados, mando izar la bandera española en la Alcazaba, levantando así la moral y el espíritu de los españoles que en aquella fortaleza veíamos con espanto las negruras de un porvenir de sangre y de vergüenza.
FERNANDO JIMENEZ PAJARERO"[1]
NOTAS
[1] Edición del 26 de febrero de 1923 del periódico LA LIBERTAD. Página 1.
Las fotografías no se corresponden con el artículo publicado en dicho periódico. Proceden de:
- Revista Mundo Gráfico.
-ABC
- http://altorres.synology.me/guerras/1921_annual/02_10_arruit.htm
Las fotografías no se corresponden con el artículo publicado en dicho periódico. Proceden de:
- Revista Mundo Gráfico.
-ABC
- http://altorres.synology.me/guerras/1921_annual/02_10_arruit.htm
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