sábado, 13 de febrero de 2021

La vida oculta del Padre Lara


 

Ismael Almagro Montes de Oca 


      En noviembre del año pasado, la editorial BECEUVE ha publicado el libro “JOSE SUAREZ ORELLANA. MEMORIAS”, un texto con la edición de Salustiano Gutiérrez Baena, en el que el protagonista hace un repaso de su vida, centrándose, sobre todo en los acontecimientos que le tocó vivir en la segunda República y en las penurias y penalidades que tuvo que pasar durante la Guerra civil y la posterior represión. 

       José Suárez Orellana, aunque nació en Alcalá el 17 de mayo de 1893 en la Plaza de Santo Domingo, en la casa de sus tíos, José Gutiérrez Sánchez y María Suárez Mateos, se crió en Las Algámitas.  Socialista, anticlerical, antianarquista, fue alcalde pedáneo de Casas Viejas (1931) y concejal en el Ayuntamiento de Medina Sidonia (1931‑1934 y 1936) por el PSOE durante la Segunda República. 

      En 1933, fue testigo de los sucesos de Casas Viejas. Ese año, el Instituto de Reforma Agraria (IRA), con sede en Jerez, le encomendó la tarea de organizar en Malcocinado una comunidad de campesinos que sirviera de modelo a otras que se iban a constituir en la provincia gaditana. A partir de esa primera, puso en funcionamiento siete comunidades más y le encargaron supervisar la marcha de otras tantas por toda la provincia. 

      En su actividad política destacó por sus enfrentamientos con el PRR, la CNT y el Ayuntamiento de Medina, por su papel de mediador en los conflictos (sobre todo entre campesinos y propietarios), por denunciar a grandes terratenientes y nobles, y por encararse con los comunistas llegados de Cádiz para quemar la iglesia de Casas Viejas en 1936. 

      Al principio de la Guerra Civil, la Falange de Medina fue a por él y huyó a zona republicana hasta llegar a Málaga capital. Su éxodo lo condujo a Madrid, Valencia y Villarreal; en ese periodo trabajó para la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (FNTT). El fin de la guerra lo halló en el puerto de Alicante, donde lo apresaron, como a miles de españoles que esperaban los barcos ingleses y franceses para ponerse a salvo. Durante ocho meses pasó por distintos campos de concentración y en noviembre de 1939 fue liberado. Volvió a Madrid y, finalmente, en diciembre, a Casas Viejas. Días después lo detuvieron de nuevo y lo encarcelaron en Medina Sidonia, donde permaneció hasta que en mayo de 1940 se celebró el consejo de guerra en el que lo juzgaron, acusado de «delito de auxilio a la rebelión». 

      Una vez absuelto y puesto en libertad, le tocó vivir una dura posguerra: se buscó la vida en la corcha y el carboneo en Las Algámitas, montó un bar en Los Barrios y fue taxista y corredor de fincas en Benalup de Sidonia. En 1949, preocupado por el futuro de su mujer y sus cuatro hijos, emigró a Sevilla, donde se estableció a duras penas y trabajó como corredor de pisos. 

     José Suárez escribió estas memorias entre 1977 y 1981, y trató de que se las publicasen en vida. Después de algún intento, posterior a su muerte, ven la luz casi cuarenta años después. En ellas se aprecia a alguien impregnado por la justicia social e interesado por la cultura y la educación. Murió en Sevilla en 1986. 



      Durante el tiempo que estuvo regentando un bar en Los Barrios al ser puesto en libertad tras acabar la guerra, narra un episodio que hace referencia al entonces cura de Alcalá, José Aurelio Lara Pineda, descubriendo un lado oscuro de este personaje, pues, según Suarez Orellana, se dedicaba al contrabando de medicinas: 

“Este hombre se llamaba José Cózar y un día se presentó en el bar acompañado de un cura de Alcalá. Me invitaron a sentarme con ellos a tomar café y accedí. El cura era el padre Lara, a quien yo no conocía de vista y del que sabía sus hechos, fatales porque lo culpaban de complicidad en algunos asesinatos. Él estaba en mi misma situación: me conocía de oídas, pero no de vista. 

     En un momento dado le pregunté el porqué de aquella invitación. «Es que he oído hablar mucho de usted y tenía interés en conocerlo», comentó el cura. Como se trataba de un sujeto de cuidado, respondí: «Supongo que todo malo». A lo que replicó: «Al contrario, si fuese así, no estaría tomando café con usted». 

     Conocía toda mi historia, sabía muy bien con quién estaba hablando y empezó a tirarme de la lengua. Pero yo lo rehuía, sobre todo por tratarse de un cura de tan mala nota. Se puso a hablar de asuntos sociales y yo hacía como que no le prestaba atención para evitar la discusión que él se proponía entablar. A pesar de no decirle nada, insistía en seguir hablando con el mismo fin. De pronto, comentó que había venido de Alcalá a Algeciras y por el camino le había ido preguntando a sus acompañantes de quién era cada finca. Estos le habían respondido que unas eran del marqués de Hoyos y otras del duque de Medinaceli. «En un recorrido de tantos kilómetros, todas las tierras son solo de tres personas —añadió—. Y los hay que no tienen dónde hacerse una choza». Ese comentario me sacó de quicio y no me pude contener, que era lo que me había propuesto desde el principio. «¿Con qué fin me cuenta usted estas cosas? —le interpelé—. Sabe bien que no tengo la culpa de esas desigualdades y que he luchado y a punto he estado de perder la vida para que injusticias como esas desaparecieran. Pero usted no solo ha luchado en favor de ellas, sino que, lo que es peor, ha traicionado los principios de Dios». Él saltó rápido y me replicó: «De eso que dice necesito una explicación convincente». Entonces proseguí: «Bien, puesto que la exige, se la voy a dar. ¿No hizo Dios el mundo para todos? Ustedes, sus ministros, ¿por qué han consentido que entre tres se apropien de la tierra y se la repartan?». Ahí me cortó: «Vamos a doblar la hoja», me dijo. «Pues bien, doblémosla», añadí. Y allí nada más se preguntó y se marcharon. 

     El bien que aquel cura le hacía a Dios y al prójimo era ir a Algeciras, llenar dos maletas con medicamentos, que tanto escaseaban por entonces, y venderlos en Alcalá al cien por cien de su coste. Ese era el bien que prestaba a la humanidad: jugar con la salud de los enfermos. O mejor dicho, negociar con ellos, una conducta tan contraria a su profesión, que dice que hay que ayudar al necesitado; y este lo que hacía era explotarlos. 

     Sin embargo, lo más notable de este cura era que los medicamentos se los enviaban de Tánger a Algeciras y se los depositaban en la oficina de autobuses algecireña. Eso está relacionado con lo que vi en dicha oficina. Los guardias registraban las maletas y una vez terminado el registro escribían en ellas unas letras con tiza; supongo que sería para garantizar que no llevaban nada de contrabando. Pero, cuando llegaban a las maletas del cura, si este no había aparecido, se acercaba el empleado de la oficina y les hacía frente. «Estas son del padre Lara», les decía. Y los otros escribían las letras para que las maletas no fuesen abiertas. Es más, yo vi a los propios guardias ayudar al cura a cargarlas cuando este hizo acto de aparición.”[1] 



NOTAS

[1] Texto contenido en las páginas 272 y 273 del citado libro. Mi agradecimiento a Fran Sánchez Mazo.

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